Una noche, mientras cuidaba su rebaño, Amós escuchó el temible rugido de un león buscando presa para devorar. El pastor sintió miedo, pero se mantuvo vigilante, dispuesto a defender su ganado, aun a costa de su vida. Esa misma noche de estío, el humilde hombre de Tecoa recibió el llamamiento divino para profetizar a su pueblo Israel.
Es por esa
experiencia que surge su expresión imperecedera: “Si el león ruge, ¿Quién no temerá?
Si habla Jehová el Señor, ¿Quién no profetizará?”
Amós se dedicaba
a cuidar bueyes y a la recolección de higos silvestres. No tenía más
pretensiones, su vida era tan sencilla como el entorno en el cual se
desenvolvía. Pero ahora tenía la encomienda de profetizar a su pueblo Israel.
Amós llega a la
ciudad y de una vez se percata de la situación reinante.
Va al mercado y
se encuentra con comerciantes inescrupulosos que especulan con sus productos y
mercancías y utilizan balanzas arregladas para engañar al consumidor.
Pasa por los
tribunales de justicia y se encuentra con jueces venales, que venden sus
sentencias.
Ve una sociedad
corrupta donde los ricos se aprovechan de las necesidades de sus prójimos y “compran al pobre por dinero y a los
necesitados por un par de zapatos”.
Y mientras
mantienen al pueblo en miseria, ellos exhiben sus fortunas, haciendo fiestas y
banquetes, en casas de marfil, en sus haciendas veraniegas y encima de esos
hacen sus liturgias religiosas sin el mínimo pesar o arrepentimiento.
La voz del
profeta denuncia las injusticias y clama: “Pero corra el juicio como las aguas,
y la justicia como impetuoso arroyo”
A los ricos
explotadores les anuncia su castigo y les dice: “!Ay de los reposados en Sión,
y de los confiados en el Monte de Samaria…irán a la cabeza de los que van a
cautividad”. El profeta les señala sus pecados y les hace saber que Dios
aborrece sus riquezas, sus posiciones sociales y sus palacios, porque han sido
adquiridos robando, engañando al pobre, y prescribiendo leyes injustas.
Así como el león
ruge, Jehová rugirá desde Sión y el castigo llegará.
La voz del
profeta había repercutido en todos los ámbitos de Israel, su mensaje reclamando
justicia había cumplido su cometido, al extremo que el sacerdote Amasías lo
acusa con el rey Jeroboam.
La clase
religiosa apañaba la corrupción, la inequidad y la injusticia, porque tenía
asegurado su modus vivendi.
Cuando un hombre
se levanta para denunciar la corrupción, se hace automáticamente enemigo de los
corruptos, y este fue el caso de Amós. El sacerdote le envió este mensaje al
rey: “Amós se ha levantado contra ti en medio de la casa de Israel; la tierra
no puede sufrir todas sus palabras”.
El sacerdote
quiso sobornar al rústico predicador que había tenido la valentía y el coraje
de denunciar a una sociedad podrida, carcomida por la corrupción de su clase
gobernante, ofreciéndole dinero y que se volviera a su tierra de origen.
Amós era un
hombre fiel a sus principios y a sus convicciones y le hizo saber al sacerdote
del rey, que no era un asalariado, y que ni las prebendas ni el soborno podían
acallar su voz. Su respuesta fue: “No soy profeta, ni soy hijo de profeta, sino
que soy boyero, y recojo higos silvestres. Y Jehová me dijo: Ve y profetiza a
mi pueblo Israel”.
Los verdaderos
hombres, los líderes auténticos, no se dejan persuadir por cargos ni prebendas;
no cambian sus posturas, no venden sus ideales, porque su mayor recompensa es
ser una voz del pueblo que sufre las injusticias y las carencias que se derivan
del latrocinio organizado.
¿Acaso no es éste
un símil acabado de nuestra sociedad?
Al igual que la época
del profeta Amós, estamos en una sociedad donde el pobre es comprado en el
mercado electoral por dádivas miserables, que en lugar de beneficiar lo
empobrece y lo hace más miserable.
Tenemos ladrones
y desfalcadores del erario público, revestidos de impunidad, con tribunales
parcializados a su favor, jueces complacientes y venales que cuelan “el
mosquito y se tragan el camello”, donde las sentencias sancionadoras solo
existen para los que no tienen nada, para los desheredados de la fortuna.
Con ricos
explotadores, que engañan al obrero, que todo lo quieren, todo lo acaparan y
todo lo tienen. Son dueños del poder político, dueños del poder legislativo,
haciendo leyes a su comodidad y antojo.
Son dueños de la
policía, la cual utilizan para reprimir a los que puedan afectar sus intereses.
Son propietarios de la prensa, manipulando a la población con sus
informaciones.
No han podido
llegar hasta Dios, pero ejercen influencia en los “representantes divinos”,
haciendo que la mayoría de los líderes religiosos siempre hablen a su favor.
No han podido
comprar el cielo, pero se han atrevido a hacer pacto con el infierno.
Todo lo tienen,
de todo se apropian; son voraces y no tienen misericordia del desvalido. Se
adueñan de la tierra y de todo lo que tenga valor económico y no les importa el
interés colectivo porque la codicia ha envilecido sus almas.
Se apropian de
todo lo que tenga valor, y como dice Gabriel García Márquez, “el día que la
mierda tenga valor, los pobres nacerán sin culo.”
Hoy, igual que
ayer, se necesitan voces que denuncien la corrupción, voces que reclamen
justicia, voces que propugnen por el advenimiento de una sociedad justa,
equitativa y digna para todos.
Necesitamos
hombres que se levanten con coraje y valentía para llevar a los tribunales a
los hombres que se han enriquecido ilícitamente, que han hecho del pillaje su
profesión y que han saqueado el erario público, para que sean juzgados por sus crímenes
y delitos, y los bienes sustraídos sean devueltos al pueblo.
La voz del
profeta Amós sigue en vigencia cuando clama desde el pasado lejano: “Pero corra
el juicio como las aguas, y la justicia como impetuoso arroyo”.
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