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Un taxista en Nueva York



Antes de contar mi historia de cómo llegué a esta ciudad de Nueva York, quiero narrar mi vida desde mi niñez, sabiendo que al hablar sobre ella, me sentiré aliviado y será como una confesión terapéutica, en la cual desahogo mis traumas y mis frustraciones.

Crecí en un hogar común y corriente, como los tienen todos los niños. Mis padres eran personas de escasos recursos económicos, y lo que mi padre ganaba apenas alcanzaba para mantener a mi madre y sus siete hijos. Sí, éramos siete y yo era el del medio, es decir el número cuatro.

De mi progenitor, puedo decir que era un padre amoroso y vivía de su trabajo de comerciante en el Mercado Nuevo de Santo Domingo. Además de ser honrado, era un fiel creyente del evangelio de Jesucristo, cuya doctrina nos había enseñado desde que éramos pequeñitos. Por otro lado, mi madre era la contraparte de mi papá. A ella no le gustaba la iglesia y prefería visitar a sus parientes y allí divertirse en sus fiestas familiares que duraban hasta que clareaba el día. Puedo decir, aunque me duela en el alma, que ella nunca se preocupó por nosotros. Parecía como que estaba en la casa por obligación y no por amor.

Aunque mi padre me llevaba a la iglesia evangélica, yo me le escapaba y me iba junto con mis amiguitos a la iglesia católica del barrio que estaba situada cerca de donde vivíamos.

Recuerdo que a la edad de trece años ya era ayudante del cura párroco, es decir que era monaguillo, lo cual era un logro y  era el sueño de todo niño de barrio que asiste a una iglesia. Pero este sueño duró poco, dando paso a una gran pesadilla que me acompañaría toda la vida.

Era trece de mayo, y esa mañana nos despidieron de la escuela temprano, lo que aproveché para acercarme a la iglesia. Allí me estaba esperando el cura párroco, cuyo nombre he decidido olvidar, quien con muchas palabras lisonjeras me fue seduciendo hasta que logró violar mi inocencia, quedando así marcado para toda la vida.

Nunca dije nada a mis progenitores. Ese dolor lo llevaría conmigo hasta la tumba. Lo que  ellos notaron fue mi cambio brusco y repentino y mi permanente mutismo. A partir de ese momento me convertí en un ser amargado y vacío. 

Mi vida ya no era la misma, había cambiado radicalmente. Había dejado de ser un niño dócil y sumiso y me había convertido en un joven agresivo y despiadado. Me había integrado a una banda de delincuentes y nos dedicábamos a atracar. Nuestras presas eran fáciles de ubicar y asaltar, ya que eran pequeños comerciantes que se dirigían en la madrugada al Mercado Nuevo a comprar sus productos para revender.

Mi padre se enteró de mis andadas cuando vio mi foto en el periódico El Nacional, que tenía un titular que decía: “policía desmantela banda de asaltantes”. 

Fui condenado a cinco años de reclusión, y en todo ese tiempo mi madre nunca fue a verme y había enviado a decirme que no quería volver a verme jamás. Mi papá, con su espíritu cristianizado, iba siempre a visitarme y me llevaba alimentos, porque la comida era muy mala en la prisión.

Después que salí del reclusorio volví a caer preso en par de ocasiones. Mis familiares vivían avergonzados de mí, y en realidad no tenía amigos, porque los que consideraba como tales, eran indeseables sociales igual que yo.

Mi situación fue tan extrema, que la policía le había dado “carta blanca” a un equipo que tenía para limpiar las calles de delincuentes reincidentes. Este equipo tenía la orden de matarme donde quiera que me encontraran.

Sin familia, sin amigos, y con una sentencia de muerte que llevaba a cuestas, mi vida no tenía sentido y no sabía que rumbo tomar. En esta circunstancia tomé una decisión riesgosa y desesperada: “me voy en yola para Puerto Rico”.

Me dirigí a Miches para negociar mi salida con un organizador de viajes ilegales. Ese día era martes y el viaje estaba programado para el jueves, por lo que tuve que pasar tres días escondido entre matorrales junto con un grupo de viajeros. Salimos ese jueves en la noche y tuvimos que devolvernos porque una patrulla de la Marina de Guerra nos divisó y empezó a perseguirnos. El capitán de la yola nos dejó a la orilla de la playa mientras negociaba su partida con la patrulla que nos había descubierto. Una hora más tarde nos enrumbamos hacia nuestro destino y puedo decir que fue un viaje suave y sin contratiempos, ya que el terrible canal de la mona estaba sereno y sus oleajes ni se sentían. En la madrugada desembarcamos en la costa oeste de Puerto Rico. Nos dispersamos en pequeños grupos para tratar de encontrar albergue y orientación, pero por mala suerte, fuimos capturados por la guardia costera y las autoridades de inmigración que habían recibido información de inteligencia de que esa noche habría un desembarco de ilegales por ese lugar.

Me escapé de la policía dominicana, pero ahora me encontraba en las manos de las autoridades puertorriqueñas.

Nos pusieron en fila para esposarnos, pero yo no estaba dispuesto a volver a mi país, porque sabía lo que me esperaba, así que opté por escaparme a costa de mi vida. En un descuido de los guardias empujé a un gordinflón que estaba a mi lado y emprendí la huida. Me ordenaron detenerme y rastrillaron sus armas, pero a mí ya no me importaba, me daba lo mismo que me mataran en Puerto Rico o en mi tierra, por lo que no hice caso a sus amenazas de dispararme y seguí corriendo entre los matorrales por espacio de dos horas, hasta que fui a parar a una plantación de café donde me detuve para recobrar el aliento y cobrar nuevas fuerzas para seguir alejándome de mis persecutores. 

Sentado a la sombra del cafetal fui descubierto por un hombre de aspecto humilde y que rondaba los 70 años de edad. Mi instinto me hizo parar rápidamente para seguir huyendo, pero aquél gentil anciano, que se llamaba Anselmo, me ofreció refugio y trabajo en su hacienda.

Más tarde me contó que se había dedicado a pasar sus últimos años de existencia ayudando a los “mojaitos” que cruzan por sus predios, porque sabía que la mayoría de los que se arriesgan a cruzar el Canal de la Mona lo hacen por razones económicas, lo cual no era mi caso. Pero el destino me llevó a aquél lugar y allí permanecí por espacio de siete meses.

A los siete meses y veintiún días, exactamente, me embarqué en un avión rumbo a la ciudad de Nueva York, la gran manzana, la famosa ciudad de los rascacielos.
El avión arribó a las 4:45 de la tarde.

Como no tenía experiencia de andar en un aeropuerto, me guié de lo que la gente hacía y hacia donde se dirigía y como no tenía equipaje no tuve que esperar mucho ahí adentro. 

Cuando salí, me sentí desorientado y no sabía que hacer, pero me dije en mis adentros, “voy a encontrar un hispano para que me oriente”. Efectivamente, encontré un señor de baja estatura y medio rechoncho a quien le conté mi situación, y él, muy amablemente me orientó y hasta me recomendó que me fuera al barrio dominicano en Manhattan.

Tomé un taxi pirata, cuyo conductor era dominicano, y le indiqué que me llevara a Manhattan, donde estaban los dominicanos.

Eran las seis de la tarde, cuando el taxi me dejó en Broadway y la calle 145. Había mucha gente en la calle y muchos niños y jóvenes bañándose en las pompas que estaban abiertas a causa del calor sofocante que arropaba la ciudad. Era un verano caluroso.

Me sentí seguro cuando observé a mis compatriotas hablar con su estilo peculiar de cada región del país. Ahora me sentía confortable y en ambiente. Me fui a un restaurant dominicano a comer arroz y habichuela con carne de res guisada, fritos maduros y ensalada verde y aprovechar el lugar para averiguar donde conseguir alojamiento.

Cuando terminé de comer me dirigí a una mesa donde estaban cuatro hombres compartiendo, y les pregunté dónde podría conseguir una habitación para vivir. Me recibieron con frialdad y me miraban con desconfianza y empezaron a cuestionarme. Yo les hablé un poco de mi vida y observé cómo se desvanecían sus temores y empezaron a abrirse y decirme de sus actividades. Me dijeron que eran “jodedores” (fue la primera vez que escuché esta palabra) y al darse cuenta que no entendí el término fueron más explícitos y me manifestaron abiertamente que eran narcotraficantes y hasta me ofrecieron empleo y alojamiento.

Me llevaron a un apartamento de la calle 163 donde tenían sus operaciones de drogas y allí me asignaron mi trabajo que consistía en vigilar a los clientes (los customers, como ellos decían). Me entregaron un revólver Magnum 357 para la protección del negocio de manos de los asaltantes. Además debía aprender a conocer los clientes que frecuentaban el punto de droga para facilitarles la entrada.

Aunque yo no vendía sino que era encargado de la seguridad, aprendí todas las artimañas del negocio, desde cómo se comercia hasta como adulterar las drogas para hacerla rendir. Era un negocio fácil, y aunque yo era un delincuente convicto y confeso no tenía propósitos de estar mucho tiempo en ese ambiente porque realmente ya le tenía temor a la cárcel y estaba consciente de que si me atrapaban en esos menesteres el tiempo que iba a estar recluido sería largo.

Pero caí en una trampa. Empecé a consumir cocaína hasta que poco a poco me  convertí en un adicto. Yo que presumía que era fuerte y que no me dejaría vencer por las drogas, las cuales yo consideraba que eran para los estúpidos y los débiles de mente, me vi, de un día para otro, encadenado en el vicio. Esa es la parte de mi oscura vida que más lamento, el haberme convertido en un guiñapo, en una escoria, en una persona miserable.

Los dueños del punto de droga se decepcionaron de mi deplorable situación y me botaron del apartamento. En esas condiciones, fui lamentablemente a parar a las calles a pedir dinero para mantener mi vicio y comer cuando me daba hambre. Dormía en cualquier parte donde me venciera el sueño ya que no tenía donde vivir; dormía en las estaciones y los vagones del tren, en los parques y en cualquier terreno baldío que estuviera a mi alcance. Era una vida dura, triste y rudimentaria. No tenía familia, no tenía amigos; acompañado solamente de mi tristeza, soledad y frustración.

Cada amanecer, en medio de mi tormento, hacía resoluciones de dejar las drogas, y aunque seguía encadenado no me resignaba a vivir el resto de mi vida en semejante situación. Tenía que haber una escapatoria, un salvavidas que me librara de ese mar proceloso que me ahogaba.

El invierno me había atrapado viviendo en un edificio abandonado, infestado de ratas y cucarachas. En aquél lugar frío, sucio y lóbrego, sentí desfallecer y pensé que estaba irremediablemente perdido y que ya no había esperanza para mí.

Una mañana triste y gris, de esas que tiene el invierno, me di una sobredosis de droga que por poco me manda a la tumba; pasaron pocos instantes de que me drogara cuando me invadió un frío sepulcral. Fui arropado por una oscuridad asfixiante que se apoderó totalmente de mi cuerpo; mis músculos se paralizaron y todo mi cuerpo estaba rígido, no podía moverme. Esa fue la sensación física que experimenté, pero lo peor era el momento de alucinación por el cual estaba pasando, veía entidades oscuras que me atormentaban, figuras grotescas e infernales que me zaherían y se mofaban de mí con desprecio. Escuchaba voces tenebrosas que me decían que yo les pertenecía y que me habían venido a buscar para llevarme al reino de la sombra. Si el infierno existe yo lo experimenté esa mañana.

Desperté en la tarde con todo mi cuerpo adolorido, pero desperté con la firme resolución de nunca más usar drogas. Aquella extraña experiencia me bastó para llenarme de valor y abandonar el mundo oscuro en el que había vivido. Lo que viví, en mi opinión personal, fue una acumulación de todo el mal proceder de mi vida, que ahora se estaba rebelando y me estaba cobrando con creces, digo esto porque en esta vivencia, no vi un túnel con una luz al final, ni observé seres angélicos animándome a llegar al otro lado del túnel. Definitivamente no fue una experiencia religiosa, pero fue una realidad que marcó mi existencia y me ayudó a levantarme del lodo cenagoso en que se desenvolvía mi vida.

Me levanté con la firme decisión de no volver atrás y aunque los primeros días fueron violentos a causa de mi cuerpo que me pedía la droga, me mantuve fuerte e inconmovible. Había decido no caer jamás y sentía como si una fuerza poderosa que hasta ahora no conocía me daba la fortaleza y la inspiración.

Luego que me recuperé, me fui a trabajar a una factoría y allí conocí a María, que luego sería mi esposa y quien me ayudó mucho en el comienzo de mi nueva vida.

Al cabo de un tiempo me dediqué a visitar diversos cultos y denominaciones religiosas tratando de complementar algo que me faltaba para llenar mi vacío existencial; participé de numerosas liturgias y actividades y hasta practiqué la meditación trascendental, recitando en numerosas ocasiones el sagrado mantra “om”. De toda esta búsqueda aprendí que Dios está por encima de los cultos, las liturgias y religiones; Dios trasciende al hombre y sus barreras culturales y no es un Dios particular y no está ajeno a las necesidades del hombre, razón por la cual aprendí a no etiquetar a los seres humanos por sus creencias religiosas, porque Dios es de toda la humanidad. En definitiva, aprendí que debemos ser mejores seres humanos y amar al prójimo como dijo el Divino Rabí de Galilea. Si aprendiéramos esta lección cesarían los odios y las guerras y el mundo fuera mejor.

Desde que recibí este conocimiento me he dedicado a ayudar a mi comunidad, participando en todas las actividades de bienestar comunitario y a estar presente en los momentos de infortunio de mi prójimo.

Mi taxi ha servido para colaborar gratuitamente en urgencias de la comunidad, que por cierto, fue mi esposa María la que me aconsejó que me dedicara a manejar un taxi para mejorar mi situación económica, y que de hecho ha sido así, pues ya llevo veinte años en esta actividad y me ha ido muy bien. Con esta profesión de taxista he enviado mis dos hijos a la universidad y sustento a mis padres en Santo Domingo, los cuales, al día de hoy, se sienten orgullosos de mí.

Me siento orgulloso de mi comunidad dominicana, porque son gente honrada y laboriosa. La mayoría de los dominicanos que llegan a esta urbe, vienen a trabajar honradamente (lo que no fue mi caso) para un día regresar a su terruño querido; porque todos vienen por la necesidad económica, pero su pensar y sus sueños están centrados en el retorno al lar que los vio nacer.

Le agradezco mucho por utilizar mis servicios, espero servirle cuando retorne al país, pero antes de que usted se baje del taxi, le pido que un día narre esta historia de un taxista en Nueva York.

Autor:  
José Núñez Grullón



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