Eran las cuatro de la mañana. Gabriel Peldaño se había levantado más temprano que de costumbre porque tenía varias diligencias que hacer antes de llegar al surco. Amantina, su fiel esposa, también se levantó para despedir a su marido con el cual vive desde hace cuarenta años. Se dirigió, envuelta en una cubierta de algodón, con su bacinilla en la mano, hacia la letrina para botar los orines, cepillarse los dientes y prepararse para las faenas del día. Cuando terminó de su aseo personal, se fue directamente a la cocina que estaba situada como a dos metros fuera de la casa. Era una cocina típica de la zona rural, construida con tablas de palma, el piso de tierra, techada de cana y con sus anaqueles para disponer de los utensilios de la cocina. Don Gabito, que era como le llamaban a Gabriel, estaba sentado en la cocina en una silla de madera tejida de guano, cerca del fogón, el cual había prendido para calentarse y para poner el agua de colar el café. Amantina, siempre dispuesta,
José Núñez Grullón