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La ruta del sembrador




Eran las cuatro de la mañana. Gabriel Peldaño se había levantado más temprano que de costumbre porque tenía varias diligencias que hacer antes de llegar al surco. Amantina, su fiel esposa, también se levantó para despedir a su marido con el cual vive desde hace cuarenta años. Se dirigió, envuelta en una cubierta de algodón, con su bacinilla en la mano, hacia la letrina para botar los orines, cepillarse los dientes y prepararse para las faenas del día. Cuando terminó de su aseo personal, se fue directamente a la cocina que estaba situada como a dos metros fuera de la casa. Era una cocina típica de la zona rural, construida con tablas de palma, el piso de tierra, techada de cana y con sus anaqueles para disponer de los utensilios de la cocina. Don Gabito, que era como le llamaban a Gabriel, estaba sentado en la cocina en una silla de madera tejida de guano, cerca del fogón, el cual  había prendido para calentarse y para poner el agua de colar el café. Amantina, siempre dispuesta, empezó a colar el café con un colador de tela que se había teñido por el uso continuo. Muchas veces, sus hijos quisieron regalarle una greca para que hiciera su café, pero ella siempre se opuso y alegaba que el café no sabía igual y que la dejaran haciendo su café con su colador.

 El aroma del café inundó la pequeña cocina y Gabito se dispuso a tomarlo junto con su esposa en dos jarros de aluminio que tenían exclusivamente para saborear cada sorbo de esa aromática bebida.

― ¿Por qué te vas tan temprano?― inquirió su esposa, mientras apuraba el último sorbo de café. 

―Tengo que pasar por donde el compadre Felipe Arboleda a llevarle un saco de arroz, víveres y aceite para que coman. Tú sabes que ahora mismo no puede trabajar a causa de la pierna que se partió subiendo la Sierra de la Paloma, donde tiene su conuco.

―Debes comer algo, antes de irte.

―Mujer, no te preocupes, yo como algo en el camino.

―Siempre dices lo mismo y nunca comes. Mira lo flaco que estás. Van a decir que yo no te atiendo.

―No le des importancia al qué dirán de la gente.

―Pero es que estoy temiendo por tu salud, porque tu solo piensas en ayudar a los demás y no te estás cuidando. Por favor, déjame que te haga un desayuno.

―Quédate tranquila, que te prometo que voy a desayunar con el compadre Felipe.

Amantina asintió, aunque no de muy buena gana, luego le acarició los cabellos, puso sus dos manos en su rostro y lo besó con ternura, y despidiéndolo le dijo: “cuídate y no regreses muy tarde”.

Don Gabito se dirigió a ensillar su caballo que estaba atado en la mata de guayaba  situada al fondo del patio, cerca de la empalizada que dividía su propiedad, la cual estaba construida con palos de pino y alambre de púas. También decidió llevarse el mulo, al cual preparó con la estera y las árganas para llevar la pesada carga.

Se marchó a galope lento.

Le tomó dos horas llegar a la casa del compadre con su fardo de buena voluntad. A esa hora, la comadre estaba prendiendo el fogón y el compadre se encontraba debajo de la mata de limón aseando su boca y su cara. Fue recibido como se recibe a un ser querido que tiene mucho tiempo ausente, y aunque Don Gabito siempre los visitaba, era tanta la alegría, que parecía la bienvenida de una persona que viene de un país lejano a la cual se espera con ansiedad y a la que se ama entrañablemente.

Los compadres se abrazaron cordialmente, con el sentimiento de una amistad pura y sin mácula.

―Compadre Felipe, aquí les traigo unos viveritos, arroz y aceite―le dijo Don Gabito, mientras se dirigía a desmontar la carga.

―Gracias compadre, pero no debiste ponerte a eso. Deja que uno de estos muchachos desmonten los comestibles y vamos para la cocina a tomarnos un cafecito caliente.

Después que tomaron el café, se dirigieron al fondo del patio, donde Felipe tenía la traba de gallos. El compadre le mostró con orgullo el gallo giro que había ganado la última pelea en la gallera. Era un hermoso ejemplar, saludable, que pesaba tres libras y dos onzas. Felipe aprovechó el momento para confesarle a su amigo que se sentía triste porque su hijo mayor estaba padeciendo de trastornos mentales y que cada día empeoraba.

―Lo he llevado a San Juan donde brujos y curanderos, pero todo ha sido una perdedera de tiempo― dijo, haciendo una mueca de perplejidad.

Don Gabito abrió su boca para hablar, pero fue interrumpido por Felipe que continuó diciendo:

―Eduviges, dice que debemos de llevarlo a la capital donde uno de esos médicos loqueros, que a lo mejor se cura.

―Ella tiene razón― contestó Don Gabito.

―Tendremos que buscar dinero prestado a rédito para llevarlo. Ya tú sabes lo caro que cobran.

Don Gabito lo miró compasivamente y le dijo:

―Por dinero no te preocupes que yo cubro todo.

―No, ― le interrumpió Felipe― no queremos cargarte con nuestros problemas. Tú siempre estás pendiente de nuestras dificultades. Déjame que yo haga la diligencia por otro lado.

Don Gabito sonrió, le dio unas palmadas en su hombro izquierdo y con voz firme y serena le manifestó:

―Los amigos son para ayudarse en los momentos difíciles. Es muy fácil mostrar amistad en los tiempos de bonanza. Somos amigos en las buenas y en las malas. Una verdadera amistad está basada en la solidaridad, el respeto y la consideración. Además he aprendido, como dice la Biblia, que es mejor estar en la casa donde hay luto y tristeza que en la casa donde hay banquete y alegría. A mí no me venga con ese cuento de que tienes vergüenza de que yo te tienda la mano. Acuérdate del adagio que dice “hoy por tí, mañana por mí”. Anímese, que para eso estamos en este mundo.

Las palabras de su amigo lo confortaron y Felipe suspiró, sintiendo un profundo alivio de su carga emocional. Su compadre hablaba con sabiduría y en sus expresiones se reflejaba la vida de un hombre solidario.

La conversación fue interrumpida por Eduviges que los llamaba para desayunar.

La comadre se esmeró y le sirvió a Don Gabito un plato de ñame, que tanto le gustaba, acompañado de huevos fritos de gallina criolla y un jarro de leche hervida con toda su natilla. 

―Compadre, esta leche es recién ordeñada, de aquella vaca pinta que usted está viendo allá atrás, debajo de las matas de mango y aguacate.― dijo la comadre, mientras sacaba agua de la tinaja para ofrecerla a su marido Felipe.

El desayuno fue placentero y conversaron animadamente de muchos sucesos vividos juntos y hasta rieron a carcajadas de algunos incidentes que en su momento parecieron difíciles y que hoy les resultaban graciosos.

Felipe solicitó permiso para levantarse de la mesa y le pidió al compadre que lo esperara un par de minutos en lo que él buscaba unas cosas en el almacén donde guardaba los instrumentos de labranza.

Felipe regresó con un presente para su compadre.

―Vea lo que le tengo de regalo― dijo Felipe, mientras blandía un machete bien afilado, de acero inoxidable el cual metió en su vaina.

 ― ¿Y a que se debe eso?― preguntó Gabriel, mostrando una pequeña sonrisa en la comisura de los labios.

―Es que el mes pasado fue tu cumpleaños y no había podido verte para hacerte este obsequio, pero mi mujer y yo te teníamos presente, y no solo es que te teníamos presente, sino que tú siempre estás presente en nuestras vidas, porque tú has sido un verdadero amigo, un compadre leal y un hermano sincero.

Don Gabito agradeció el regalo y le dijo a Felipe que era tiempo de irse porque tenía que visitar a otras personas en su ruta hacia la propiedad. 

La comadre salió de la cocina para despedirlo.

Don Gabito se fue alejando diciendo adiós con su diestra. 

Felipe y Eduviges se abrazaron con muestras de alegría por esa visita mañanera.

 Gabriel Peldaño llegó como a las diez de la mañana a su finca que tanto amaba y donde día a día iba dejando un poco de su vida. Había trabajado esa tierra desde que tenía doce años, al lado de su padre, de quien la heredó cuando éste murió. Era una extensión de tres mil tareas aptas para todo tipo de cultivo. Don Gabito la había diversificado en diferentes rubros agrícolas. Tenía sembrado plátano, guineo, yuca, cacao, y otros frutos menores y había apartado dos mil tareas de tierra para el cultivo de arroz. Una parte de su tierra que bordeaba la serranía había sido acondicionada para el pastoreo del ganado, aprovechando el río Junco que pasaba por su propiedad.

Para administrar su hacienda, contaba con tres mayorales y una cantidad indeterminada de trabajadores agrícolas que daban la vida por trabajar en esos predios, porque eran tratados con gentileza y no como simples empleados a los que se les paga un sueldo por su labor.

Aunque tenía esos bienes, Don Gabito vivía de la manera habitual. Nunca había cambiado de casa, ni siquiera la había remodelado. Su hijo le decía: “papá pero vete a la finca en la camioneta, que ese viaje a caballo es muy incómodo” y el viejo Gabo le respondía: “Hijo, yo me crié, montando a caballo y me siento feliz con mi montura. No voy a cambiar. No quiero hacer alarde de ostentación de riqueza. Yo nací en condiciones humildes y así me voy a quedar. Yo heredé esta tierra de mi padre y luego tú la heredarás, porque cuando me muera nada me podré llevar, me voy sin equipaje, sin nada, tal como vine a este mundo. Hijo, no debemos aferrarnos a algo que se nos ha prestado por un tiempo. Construye tu vida sobre fundamentos de rectitud, decencia y honradez, que ese es el mayor tesoro que un hombre puede acaparar y que le es permitido en esta vida”.

Estas conversaciones se producían a cada rato, y el interés del padre era enseñar al hijo a caminar por la senda correcta.

Don Gabito llegó temprano a su casa y después de un buen baño y una cena ligera, aprovechó para acompañar a su esposa a rezar el rosario a las seis de la tarde.

Cada domingo en la mañana, Gabito iba con su esposa a la iglesia, a la misa de de las siete. Amantina era fiel devota católica y pertenecía a la Legión de María.

Gabriel asistía a la iglesia pero nunca se confesaba ni comulgaba.

Un día después de la misa, el Padre Marcelino lo llamó a la pequeña oficina de la parroquia y después de saludarlo con mucho afecto le expresó lo siguiente:

―Don Gabito, usted es un hombre honorable, hasta ahora intachable y  se ha ganado el respeto de toda la comunidad, pero a mí me intriga ver que usted nunca se confiesa, a pesar de que siempre viene a la iglesia y ayuda en todo lo que puede.

Don Gabito, se quitó su sombrero y lo puso en el escritorio del sacerdote y acotejándose en su asiento le dijo:

―Mire usted, señor cura, la verdad es que a mí se me hace difícil confesar mis intimidades a un hombre igual que yo. Si yo cometo un pecado voy directo donde el mismo Dios, porque en definitiva fue a él que ofendí. Creo que no tengo necesidad de buscar un intermediario entre Dios y yo.

―Mis funciones son las de absolver  pecados y ser mediador― ripostó el sacerdote.

―Yo prefiero ir directo donde el jefe que donde el empleado.

El cura párroco cruzó los brazos, sorprendido ante la respuesta de su interlocutor, y dejó escapar una sonrisa de comprensión. Después de unos segundos de una pausa tácita de silencio, el Padre Marcelino, reclinando su asiento, le recriminó su falta de participación en la liturgia de la eucaristía, diciéndole:

―Le respeto su convicción de que usted no tiene que confesarle a un hombre su pecado, pero yo tengo diez años en esta iglesia y nunca lo he visto comulgar y créame que participar del sacramento de la eucaristía es un acto que todo buen católico debe hacer. ¿Tampoco cree usted en eso?

Don Gabito sacudió su cabeza y frunció su ceño y con su firmeza habitual le contestó:

―No, no creo tampoco en eso. Y no me interrumpa, que voy a decirle porqué no creo. Fíjese usted, yo soy un campesino y no tengo mucha instrucción escolar, pero el hecho de que no haya tenido mucho estudio no quiere decir que yo sea un tarado. Dios me dio un cerebro para pensar y para analizar las cosas. ¿Cómo una persona que se cree inteligente puede creer que cuando usted pronuncia las palabras de rigor en su liturgia el pan y el vino se vuelven la carne y la sangre de Cristo? Eso es inconcebible. Es mejor decir que esos elementos simbolizan el cuerpo y la sangre de Cristo, pero no le diga a la gente que uno se está comiendo y bebiendo a Cristo en la eucaristía.

― ¡Usted es un hereje! ― gritó encolerizado el sacerdote ― Usted está blasfemando. En el acto de la eucaristía sucede el milagro de la transubstanciación, mediante el cual el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo. Esta es una doctrina cardinal de la iglesia católica y usted, sin ningún estudio viene a contradecirla. A usted hay que excomulgarlo.

―A mí nadie me puede sacar de un sitio del cual yo no soy miembro. Yo creo en Dios y él me conoce a mí. Ese cuento de la palabra esa que usted dijo, hágaselo a otro, no a mí. No me asustan sus palabras. Seguiré asistiendo a la iglesia para acompañar a mi esposa, que es una consagrada católica, pero nunca usted me verá participando de su liturgia, en la cual usted quiere involucrarme con amenazas e infundiéndome temor. Usted está ante un hombre humilde, que no se dobla ni se arrodilla. Pase usted un buen día, señor cura.

Se dieron un apretón de manos sin decir una sola palabra. Era como si un sello de silencio había sido acordado para enterrar definitivamente aquella discusión, que fue la única ocasión en que Don Gabito habló de temas religiosos, porque siempre decía que las discusiones sobre política, religión y beisbol no dejan nada bueno, porque nunca se está de acuerdo, por lo que es preferible no hablar de esos temas.

Don Gabito se marchó a su casa y jamás hizo comentario alguno de esa conversación y siguió asistiendo habitualmente a la iglesia con su fiel y consagrada esposa.

Era lunes. Amantina se había levantado temprano, como de costumbre, y como vio que Gabriel estaba durmiendo profundamente, no lo despertó, para dejarlo que descansara un poco más. Se fue a la cocina y preparó un ponche de huevo de pato, con chocolate y café negro, para que Don Gabito renovara sus energías.

Cuando el marido llegó a la cocina, ella le dijo:

―Caray, te cogió el sueño. Pienso que debes descansar más y no afanarte tanto. Tienes que llevar tu vida más tranquila. Es bueno que te levantes un poco más tarde y que de vez en cuando te quedes aquí en la casa.

Gabriel hizo una mueca, y no hizo caso al comentario de su mujer.

―Hoy no voy a ir a la finca. Tengo que visitar al hijo de la comadre Grecia que está preso en la fortaleza militar.

― ¿Qué le pasó a ese muchacho?

―Mató un hombre, en una discusión de un juego de dados. Imagínate lo destrozada que está la comadre. Si mi compadre estuviera vivo, las cosas habrían sido diferentes. Voy a ver que puedo hacer por ese muchacho. Joaquín apenas tiene veinte años de edad y mira como se ha desgraciado la vida. Me da mucha pena la situación de mi comadre. 

Cuando se disponía a salir con su hijo Pedro, llegó Ramiro Martínez, un pequeño parcelero de esos contornos, para solicitarle el arrendamiento de dos yuntas de bueyes.

― ¿Cómo está Ramiro? ¿A qué debo el honor de su visita?

―Bien, gracias a Dios. He venido temprano donde usted porque estoy necesitando dos yuntas de bueyes para arar la tierra y quiero usted me las facilite en alquiler.

―Dígale a Beato, el capataz que se encarga de esas cosas, que le entregue las dos yuntas de bueyes que usted necesita. Y en cuanto al pago, lo que me va a deber es un buen sancocho, que debe pagármelo cuando usted termine su cosecha.

Ambos rieron. Ramiro quiso disimular su sentimiento pero dos lágrimas que surcaron por sus mejillas lo pusieron al descubierto. Estaba agradecido por el buen gesto de Don Gabito y no encontraba palabras para agradecerle su bondad.

 Gabriel lo miró fijamente y le dijo:

―Solo tenemos una vida en esta tierra y hay que vivir haciendo bienes y sembrando esperanzas. Hoy yo te ayudo, mañana tú ayudas a otro, y si ese dar y recibir se convierte en una cadena interminable, reforzada por eslabones de amor y fraternidad, terminaríamos con la avaricia, la codicia y el egoísmo. Váyase tranquilo y no se olvide de pagarme mi sancocho.

Después que fueron a la fortaleza a visitar a su ahijado Joaquín, retornaron a la casa y cargaron la camioneta con arroz, habichuela, plátano, yuca, guineo y otros víveres y frutos menores y se dirigieron a llevar estos comestibles donde su hermana Genoveva. Esta rutina, la realizaba cada quince días y siempre estaba pendiente de que no le faltara nada a su hermana. Ella estaba  incluida en  su ruta de amor, ruta que estaba inspirada en el respeto a Dios, el agradecimiento por la vida y el amor al prójimo.

Los años transcurrían y Don Gabito redoblaba esfuerzos en su cruzada de amor, ayudando a los necesitados.

El 4 de julio de 1967, mientras Gabriel Peldaño recorría su hacienda, montado en su caballo y con su machete ceñido a la cintura, un ángel lo visitó y tocó su corazón, causándole un infarto fulminante que lo llevó a la presencia de Dios. Murió como lo había deseado, en su tierra, montado en su caballo, igual como le sucedió a su padre.



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