Los espantapájaros de
Dorín Montana
San Marcos tiene cuatrocientos cincuenta años de
fundado. Sus fundadores, descendientes españoles, se habían asentado en la vega
de Guanabacoa. Es un hermoso valle, circundado de verdes colinas, de donde
descienden innumerables corrientes de aguas, alegres y saltarinas, de caudales
generosos, que serpentean a través de la llanura como arterias vivificantes,
llevando su preciado líquido a las tierras de cultivo.
En San Marcos, la
naturaleza se había esmerado, prodigándole con una abundante vegetación, ríos y
manantiales y un suelo fertilísimo, vorazmente ávido para germinar con generosa
abundancia, las semillas que las manos de los labradores sembraban en sus
surcos. En los ranchos cercanos a las colinas se podía observar millares de
cabezas de ganado, paciendo en silenciosa quietud, mostrando al espectador un
panorama fascinante e inspirador. El pueblo de San Marcos era famoso por la
salud y belleza de su ganadería. Numerosos premios se había acreditado esta
comunidad en exposiciones internacionales de ganado vacuno.
La vida en San Marcos transcurría sencilla y
cotidiana. Se vivía un día a la vez. Cada instante que pasaba era vivido con
intensidad y con el placer de vivir el momento presente en toda su plenitud,
sin el ansioso temor por los afanes del mañana. Sus habitantes eran felices,
disfrutaban plenamente su existencia, y cada domingo, el pueblo entero se
reunía en la iglesia para agradecer a Dios por sus bendiciones y su
generosidad.
Todo se desenvolvía en una rutinaria cotidianeidad
hasta la noche en que el gran resplandor cubrió todo el valle y cambió
temporalmente las costumbres de San Marcos.
Una noche, en
el mes de julio, como a las nueve, mientras sus habitantes descansaban de las
faenas diarias, hubo un resplandor repentino, de casi cinco minutos de
duración, que parecieron interminables. Un gigantesco círculo de luz cubrió
todas las montañas e iluminó cada surco del valle, provocando pánico en los
moradores del pueblo.
Esa noche, inolvidable para los sanmarquenses,
sucedieron muchas cosas extrañas, latentes todavía en sus recuerdos, como la
muerte de Dorín Montana, ciudadano prominente, poseedor de una vastísima
extensión de tierras de producción del valle.
Los testimonios de los acontecimientos fantásticos
de esa noche se cuentan por montones. Paco Perales afirmó haber visto en su
finca cuatro vacas y una gran variedad de animales domésticos, flotando en el
aire, suspendidos entre el cielo y la tierra. En el gallinero de Faustino
Correa se encontraron trece gallinas, veinticuatro pollitos y catorce gallos
completamente desplumados y deshidratados. Les habían succionado sus vísceras,
quedando solo sus formas reflejadas en el pellejo de sus cuerpos.
Fue esa noche, cuando los treinta espantapájaros de
las tierras de Dorín Montana cobraron vida y se convirtieron en pesadilla para
los pobladores de la comunidad de San Marcos.
Como una forma de espantar los pájaros que asolaban
los sembradíos, Dorín Montana había mandado a confeccionar los espantapájaros
con todas las características humanas. Dorín había solicitado a los diseñadores
que sus espantapájaros tuvieran forma y olores humanos, para que los pájaros no
se acercaran a los sembrados y así evitar que dañaran sus cultivos.
Antes de la aparición de la luz, los espantapájaros
parecían agricultores en plena faena agrícola; eran casi reales. Al tocarlos,
se podía sentir su piel sintética, suave y caliente, como la epidermis humana y
hasta se podía percibir en ellos un olor similar a la transpiración humana, el
cual se había logrado mediante un compuesto químico que fue elaborado en una
industria química, exclusivamente para esos fines. Dicho componente se le
untaba semanalmente a los espantapájaros. Cuando los turistas iban al valle de
Guanabacoa, donde estaba situado el pueblo de San Marcos, era obligatoria la
visita a la propiedad de Dorín Montana, para observar y tocar sus famosos
espantapájaros.
Pero todo cambió, desde aquella noche, cuando el
círculo de luz cubrió la comarca. Desde entonces, cuando el sol comienza a
declinar en el horizonte, los pobladores detienen sus labores cotidianas para
refugiarse temprano en sus hogares, para protegerse de los espantapájaros
vivientes, que empiezan a recorrer las calles del pueblo, una vez que el sol se
ha ocultado. Filpo Granero, dueño de la factoría de arroz, había ordenado que
toda labor se terminara al toque de campana de las cinco de la tarde, para que
todo el mundo tuviera tiempo de estar en sus hogares antes de la puesta del
sol.
Todos los establecimientos comerciales cerraban
temprano, a excepción de la cantina de Don Silvestre, quien decía que no había
que temer a los espantapájaros de Dorín, porque a ellos no les gustaba la carne
humana y tampoco el alcohol. El se ufanaba en decir que su establecimiento
siempre ha estado abierto y nunca le había pasado nada a sus parroquianos,
aunque en realidad los únicos visitantes consuetudinarios eran Salomón el
zapatero y Fulgencio el herrero. Tenía algunos visitantes esporádicos que
cuando se les hacia tarde se refugiaban en la cantina hasta el amanecer, por
temor de encontrarse con los espantapájaros vivientes. Don Silvestre contaba a
sus clientes que solo una vez entraron los espantapájaros a su negocio.
Gesticulando con sus manos para dar fuerza a sus aseveraciones, decía a sus
oyentes:
—Fueron dos los que entraron, y eran así como
nosotros— hizo una pausa para tomarse un trago de whisky y continuó su narración—. Al principio me
asusté, pero luego me di cuenta que vinieron a curiosear.
Don Silvestre cruzó el mostrador para estar más
cerca de sus oyentes y prosiguió con su relato:
—El sonido de su hablar era raro, algo metálico. Uno
de ellos llamó al otro por el nombre de Namor. Mi primera reacción al verlos
fue tomarme un trago. Acto seguido, el compañero de Namor extendió su brazo
izquierdo, solicitándome que le sirviera lo mismo. Después que ingirió el trago
de whisky su rostro tomó una forma extraña y cambió varias veces de diferentes
colores. Sus ojos se desorbitaron y se tornaron grandes. Noté también, un
temblor continuo en su brazo derecho. Al ver esta extraña transformación, Namor
lo cargó en sus brazos y lo sacó de mi establecimiento, y jamás han vuelto hasta el día de hoy . Creo
que el alcohol les hace daño.
Sus oyentes rieron a carcajadas, diciendo a coro:
“no son borrachones, ¡nos salvamos!
La única persona que caminaba libremente a la luz de
la noche, era Ramiro Montana, hijo de Dorín, heredero único de su fortuna. La
gente le tenía temor, y decía que él tenía esa libertad de caminar en las
noches porque estaba protegido por sus treinta espantapájaros, los cuales
estaban animados por las fuerzas del mal, que se habían asentado en el pueblo y
con las cuales él había hecho pacto. A Ramiro no le molestaban los comentarios
que circulaban en el pueblo, porque él conocía la realidad de los
acontecimientos.
Lo cierto era que los espantapájaros vivientes nunca
habían tocado un ser humano, y solo al principio de la aparición de la luz fue
que se vieron vacas volando, animales succionados y otros extraños fenómenos.
Después de la noche del resplandor lo único permanente era la presencia
nocturna de los espantapájaros de Dorín, los cuales, tan pronto amanecía
volvían a su forma habitual, sin vida y en el mismo lugar que los había
colocado el difunto Dorín Montana.
Los demás terratenientes habían tratado de boicotear
la venta de los productos de las tierras de Ramiro Montana, esparciendo rumores
en la ciudad de que en sus plantaciones trabajaban seres malignos que
aparecieron misteriosamente en la noche del gran resplandor.
A pesar de los infundios y patrañas, sus tierras
eran las mejores de toda la región y sus productos eran los preferidos en las
plazas y mercados de la ciudad, por su gran variedad y sus óptimas condiciones.
Sus trabajadores eran los mismos de siempre y los mejores remunerados; y eran,
además, tratados con consideración extrema, igual como lo hacía en vida el
inolvidable patrón Dorín Montana.
Una noche del mes de julio, exactamente tres años
después del gran resplandor, nuevamente el cielo de San Marcos fue escenario de
otro extraño acontecimiento. Esta vez no hubo un círculo de luz, sino una gran
columna de fuego, ascendiendo a velocidad meteórica, la cual desapareció a los
pocos segundos en la bóveda celeste. Esa noche, muchas personas no durmieron,
haciendo conjeturas y buscando explicación al nuevo fenómeno.
La mañana siguiente amaneció despejada, con un sol
brillante. Los curiosos no encontraron nada extraño. Todo estaba en calma y no
había ninguna perturbación. El consenso popular era que se había ido la cosa
maligna que se había estacionado en San Marcos.
Al anochecer la gente se arriesgó a salir a la calle
y no sintió temor. Tampoco vieron los espantapájaros deambulando por las
calles. La pesadilla había terminado.
Ramiro Montana, ahora libre de la opresión
calumniosa del pueblo, continuaba con su rutina diaria, sin alteración. No
hablaba casi con nadie, solo con sus trabajadores, a los cuales estimulaba a
hacer de su jornada de trabajo una experiencia diaria de superación personal y
de excelencia de rendimiento. Cuando alguien le miraba a los ojos, se daba
cuenta de que estaba ante un hombre imbatible, profundamente sereno, con la
mirada de aquél que se siente realizado y con la sonrisa de aquél que ha
alcanzado un estadio superior de existencia, libre de las bajezas humanas y de
las miserias que abaten el alma. Y era que sólo él sabía la realidad de los
acontecimientos, y sólo él sabía que sus espantapájaros nunca se movieron del
sitio donde los había colocado su padre Dorín Montana.
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