A un tío se le oyó decir: “este muchachito es malo; es peor que la guazábara. Desde entonces, nadie lo llamó por su nombre de pila, sino por su apodo.
Guazábara creció en un ambiente violento y pronto se convirtió en un delincuente consumado. Era muy temido por los ciudadanos decentes que, evitaban a toda costa no encontrarse con él; hasta los mismos policías le tenían miedo.
Las tropelías y desmanes de Guazábara y su banda de delincuentes eran conocidas por las autoridades, las cuales se hacían de “la vista gorda” por temor a un enfrentamiento mortal.
Era tal la maldad de estos desalmados, que no respetaban ni siquiera los velorios, a los cuales acudían sin consentimiento a profanar la solemnidad del funeral. Al muerto que estaban velando le cantaban: “cumpleaños feliz”; y cuando el difunto era niño, lo sacaban a pasear por el barrio.
Los deudos sufrían con impotencia estas salvajes humillaciones.
Guazábara tenía una mirada intimidante. Nadie resistía la mirada profunda y malévola de este ser depravado, desprovisto de humanidad.
Un atardecer, Guazábara salió montado a caballo, desnudo, seguido de sus malhechores, los cuales celebraban cínicamente ese acto de indecencia.
Un vecino vio cuando llegaron dos policías para apresarlo y, le pedían, con mucho temor, que por favor bajara del caballo para llevarlo al destacamento policial.
Había un negocio de freiduría donde Guazábara cenaba todas las noches, sin pagar un centavo. El propietario temía cobrarle porque las pocas veces que lo hizo, el delincuente decía: “esto te lo paga el diablo”.
Pero una noche fue a cenar y el dueño, a quien apodaban Botija, no estaba en el negocio, sino un sobrino suyo. Cuando fue a cobrarle, el forajido de marras le contestó con la consabida frase: “esto te lo paga el diablo”. Sin mediar palabras, el joven a cargo del negocio, le dio un batazo, derribándolo estrepitosamente y luego le “explotó” un bloque de cemento en la cabeza.
Enseguida, se esparció la noticia: “mataron a Guazábara”.
Una patrulla policial pasó por el lugar y se hizo cargo de la situación. Se oyó decir a un policía: “ya mataron ese “tiguere”, ya descansamos de ese tunante”.
Guazábara estaba tirado en la cuneta, inconsciente. Esa noche
llovió a cántaros, y el cielo, generoso, limpió sus heridas.
Fue llevado al hospital, y allí permaneció cuarenta y ocho días en estado de coma.
En ese estado de inconsciencia, vivió un infierno. Seres oscuros lo atormentaban incesantemente y le gritaban: “eres nuestro”. Sus demonios lo zaherían y se reían con carcajadas estridentes.
Cuando despertó de su mortal pesadilla, vio por primera vez a una dama que le predicó el evangelio de Jesús, y allí aceptó el mensaje de salvación.
Cuando Guazábara llegó al barrio se pensó en una venganza mortal. La gente decía que iba matar al sobrino de Botija, pero al pasar los días se dieron cuenta que su mirada era tímida y una dulce sonrisa adornaba su rostro.
El había sido transformado.
Alguien le voceó: “Guazábara, ¿cómo estás? Y el respondió: Guazábara murió la noche aquella, ahora soy el hermano Samuel.
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