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La meretriz más codiciada de la ciudad


Micaela era la puta más codiciada de la ciudad. Su primer pecado fue haber nacido pobre; y su desgracia, la belleza que le prodigaron los dioses. Con apenas veinticuatro años de edad había hecho una fortuna con sus encantos femeninos; los hombres de todas las edades y de todas las clases sociales procuraban sus favores. Era una mujer de una belleza voluptuosa, una sílfide, una diosa que había descendido del monte Olimpo, ante la cual se prosternaban los hombres mortales implorando un instante de dicha y placer.

Hasta antes de cumplir sus dieciséis años, Micaela había sido una doncella dócil, ingenua y encantadora, con una energía contagiosa y vibrante de alegría. Era el alma de la fiesta, el entusiasmo andante y el optimismo encarnado. Sus amigos y compañeros de la escuela la encontraban poderosamente irresistible y se ufanaban de tener una amiga cautivante, hermosa, llena de virtudes y de una sencillez exquisita. Todas esas virtudes que adornaban a Micaela fueron desapareciendo paulatinamente desde el día en que conoció a Juan Alejandro, un joven de la alta sociedad, quien sería el amor de su vida y que marcaría para siempre su existencia.

Micaela conoció a Juan Alejandro en el malecón capitalino, en una de esas escapadas que se dan los estudiantes de secundarias de los liceos públicos. El estaba dentro de su automóvil, último modelo, parqueado frente al Parque Eugenio María de Hostos. Micaela venía de frente hacia él y sus miradas se entrelazaron como dos rayos de luz que al fusionarse se convirtieron en un pasadizo luminoso donde se encontraron sus almas. Al ver aquella diosa, Juan Alejandro no pudo contenerse y salió atropelladamente de su automóvil para no dejar escapar a esa flor en primavera que deslumbraba sus ojos. La reacción de Micaela fue casi idéntica. Un tibio rubor se apoderó de su rostro y su pecho palpitaba estrepitosamente y no podía ocultar las sensaciones que le producía aquél inesperado encuentro en que su alma se sintió flechada por la sola presencia de Juan Alejandro. Fue el encuentro de dos almas, de dos amores que acudían a encontrarse en una esquina del tiempo que el destino había reservado para juntarlos y marcar sus vidas.

Después de tres meses de salidas, encuentros y citas amorosas, Juan Alejandro le insinuaba a la joven enamorada que la prueba suprema de su amor sería el día en que ella le entregara su amor virginal. Micaela se resistía pero estaba profundamente enamorada de Juan Alejandro y accedió a entregar sin reservas la flor de la virtud que adornaba su piel inmaculada. Entregó todo. Entregó su amor, su cuerpo, su virtud, su alma, su espíritu, su corazón, su aliento y sus ilusiones. Lo entregó todo por amor. Juan Alejandro se sintió complacido y satisfecho, y Micaela feliz. Pero su amor tenía un obstáculo insalvable: la oposición de los padres de Juan Alejandro. Ellos no aprobaban esa relación porque ellos pertenecían a dos mundos diferentes. Micaela era pobre y sin abolengo y Juan Alejandro era hijo de un general del ejército que gozaba de mucho poder y prestigio, y su madre era una prestante ejecutiva bancaria y una dama muy distinguida de la sociedad. Esta oposición los llevó a mantener en clandestinidad sus amores, sus sueños y sus ilusiones.

Pero el destino que los había juntado le tenía preparada otra movida en el ajedrez de sus vidas entrelazadas. Las semillas de aquel amor sin reservas germinaron y dieron su fruto.
Micaela estaba embarazada y Juan Alejandro tenía que tomar la decisión de enfrentar a sus padres y luchar por el amor de Micaela.

Cuando supieron la noticia, los padres de Juan Alejandro se escandalizaron y le propusieron el aborto y darle a Micaela una cuantiosa suma de dinero para que desapareciera de sus vidas. Micaela, indignada, rechazó el ofrecimiento y repudió la actitud de aquellos padres que solo pensaban en el “que dirán” de la sociedad. Esa criatura, fruto de un amor puro, ella lo iba a tener por encima de todas las cosas y sin importar las consecuencias. Su integridad de apenas dieciséis primaveras no podía concebir tanta bajeza y tanta hipocresía en personas que decían ser finas, decentes y educadas. Su alma inocente se había estrellado ante la cruda realidad de las diferencias de las clases sociales y había aprendido que la diferencia entre los pecados de un rico y de un pobre es el dinero que lo encubre.

¡Cuán insensibles eran! ¡Cuánta rapiña! ¡Cuánta maldad!

Juan Alejandro trató de convencer a sus padres, pero sus progenitores estaban obstinados y no cedieron un palmo. Estaban dispuestos a desheredar a Juanchi, como ellos le decían, e incluso a declararlo hijo indigno. Ellos estaban dispuestos a todo, con tal de que Juan Alejandro no se comprometiera a declarar a su hijo y que abandonara para siempre a Micaela.

Ante esta encrucijada, Juan Alejandro prefirió sus posesiones materiales antes que el amor de Micaela y tomó la ruta de los miserables, abandonando cobardemente a su suerte a aquella flor de mayo que le había entregado los primores de un amor inmaculado, purísimo como el cielo despejado de una clara mañana de primavera. Se marchó a Europa a tomar estudios especializados relativos a su profesión. Desapareció sin un adiós, de la manera más infame, propia de los canallas.

Micaela quedó destrozada, mortalmente herida. Sus ilusiones se precipitaban por un abismo de desesperación e incertidumbre. Estaba devastada, no sabía que hacer ni que rumbo tomar. Micaela buscó consuelo en su madre, con quien vivía, pero ésta en vez de consolarla la hundió más en el pantano de la desesperación, reprochando su conducta y echándola del hogar. Micaela no podía comprender la actitud de su madre, que en esos momentos se movía como una pieza más del juego del destino. Esta movida, precipitó la carrera de Micaela hacia la búsqueda de su destino.

Con la firme determinación de proteger la criatura que llevaba en su vientre, Micaela se marchó del hogar materno. Ahora buscaría un lugar para cobijarse y un empleo para solventar sus necesidades.
Sentada en el parque Colón estaba leyendo los anuncios clasificados de un diario de distribución gratuita y allí encontró una oferta de empleo que le llamó la atención: “se necesita muchacha de buena presencia para trabajar como camarera”. Aunque legalmente era menor de edad, decidió intentar conseguir el empleo y se dirigió hacia la dirección que decía el anuncio.

El lugar se llamaba El Conejo Negro, un sitio de prostitución disfrazado de un café bar. Doña Martha, que era la señora que se encargaba de reclutar a las solicitantes, quedó impresionada con la belleza angelical de Micaela, y sin saber porqué decidió protegerla en aquél lugar. Doña Martha tuvo un gran estremecimiento. Una extraña sensación se apoderó de su ser y era como que escuchaba una tenue voz que le susurraba: cuídala, protégela, ayúdala. En aquél lugar, Micaela encontró un hogar y una madre.

Para Don Abundio, el dueño del cabaret, Micaela era la mejor mujer que había pisado su negocio, era la perfecta personificación de la gallina de los huevos de oro.

Con el esmerado cuidado de Doña Martha, la novel meretriz aprendió las artes del placer y la sensualidad. Se había convertido en una cortesana muy cotizada, a veces inaccesible. Los hombres de los estratos más refinados de la sociedad buscaban afanosamente tener la dicha de ser correspondido en una cita de amor con Micaela, a la cual le ofrecían sumas exorbitantes de dinero y regalos costosísimos. Micaela elegía a los merecedores de sus sensuales caricias después de una pequeña entrevista en la que ella estudiaba sus maneras, sus modales y sus intenciones.

Con la fortuna que había acumulado, como vendedora de placeres, Micaela instaló su propia casa de cita, administrada por Doña Martha, su providencial madre, quien la protegió y se hizo cargo del cuidado de su hijo Alejandrito.

Un solo rumor se esparcía entre los adictos a la vida nocturna y de los que pernoctaban los antros de prostitución: “donde Doña Martha hay mujeres buenísimas, pero la mejor de todas es Micaela”

Las citas de amor ya no eran en el negocio, sino en lujosos yates anclados en Monte Carlo y en majestuosas villas en Casa de Campo en la Romana. Era la meretriz de la élite. Los hombres más connotados, los más prestigiosos y dueños de una moral aparentemente intachable, habían pecado con Micaela. Nadie podía resistirse ante sus seducciones y ante aquel cuerpo de fuego que despedía pasión y sensualidad. Era que ella había adoptado sus propias técnicas para ofrecer satisfacción y sabía cómo despertar la libido de los hombres. Conocía cada intersticio del cuerpo, donde el placer brota interminablemente y se va expandiendo por todas las fibras sensitivas de la piel hasta estallar en un orgasmo de proporciones estelares. Los consumía en la vorágine de la pasión y los convertía en esclavos de sus deseos. Muchos hombres llegaron al borde del suicidio y la locura obsesionados por el amor de su ardiente dama. Sin embargo, Micaela había renunciado al amor de los hombres y no involucraba sus sentimientos en el negocio del placer y la pasión. Ella aconsejaba a las jóvenes trabajadoras sexuales que estaban principiando que si se enamoraban de los clientes no iban a progresar, que una buena meretriz no involucra sus sentimientos ni se enamora de los clientes. Además, les decía que ella aspiraba a que todas, cuando se retiraran, se fueran casadas con hombres amables, de buenos sentimientos y que no tuvieran el más mínimo reparo de olvidar su pasado.

Una noche, en la que Micaela no se encontraba disponible para nadie, se apareció un caballero procurando ver a la bella cortesana. Doña Martha, con su amabilidad proverbial le hizo saber que esa noche era imposible, pero que estaban disponibles aquellas damitas que engalanaban la sala de espera. El visitante, resignado, se sentó para disfrutar del desfile de coquetería que derrochaban las jóvenes anfitrionas. Pero Micaela pudo ver a través de las celosías de su habitación al inusitado visitante que procuraba sus favores y reconoció su identidad. Lo hizo pasar a su sala de espera particular, la cual estaba delicadamente decorada con finos ornamentos.

Micaela recibió a su cliente vestida con un demoledor vestido rojo que delineaba su avasalladora anatomía. Se vistió para una persona especial. Cuando aquél hombre la vio se dio cuenta de que la realidad había superado sus expectativas y que se encontraba ante la presencia de una imponente mujer, favorecida con todos los dones de los dioses. Conversaron por un buen rato, hasta que la efervescencia de un deseo concupiscente desbordó los límites del comprador de placeres, que de hinojos, rogaba por una noche de pasión. Micaela sonrió y amablemente le dijo que lo había recibido por cortesía y que no estaba disponible para él en ese momento, pero que estaba dispuesta a estar un rato más conversando y que le permitiera tomar un video de ese momento tan romántico para conservarlo como un recuerdo inolvidable. El enamorado visitante accedió de buena gana. Esa noche, si era necesario, estaba dispuesto a dar su vida por una migaja de amor.

Cuando se despidieron, Micaela lo besó en el cuello y le susurró estas palabras: “pronto tendrás noticias mías”.

Un jueves, de una mañana calurosa de verano, Doña Carlota se encontraba en el jardín de su casa, cortando claveles rojos, cuando recibió un paquete de un correo privado, con una inscripción en su envoltura que decía: “la gran sorpresa de la vida”. Después de agradecerle al joven mensajero, Doña Carlota, intrigada, fue a la sala de recreación familiar y allí abrió el paquete. Era un DVD con la misma inscripción de la envoltura. En el preciso momento en que ella se disponía a ver el extraño regalo, entró su marido, y juntos se pusieron a ver el video. Doña Carlota sintió morirse al ver a su esposo rogando frenéticamente a Micaela por una noche de amor y de pasión. La conmoción era total para ambos. Era como si la tierra se abriese y el calor de los infiernos quemara sus entrañas. El colapso total desbordó cuando Micaela en ese video revela su identidad y les confiesa que el niño que pueden observar en la grabación es su nieto Alejandrito.

El general Urrutia estaba sentado en su sillón reclinable de cuero negro, sin fuerzas para emitir un solo sonido gutural. Sus pupilas se dilataron y su rostro se tornó rojizo. Su cuerpo se puso rígido, su respiración se había vuelto tosca y jadeante y su corazón latía aceleradamente. Estaba espantado ante la repentina revelación que dejaba al descubierto su verdadero ser y esta oleada salvaje que golpeaba inmisericordemente su pecho le provocó un fulminante infarto cardiaco que lo llevó directamente a la tumba.

Doña Carlota, horrorizada por la vergüenza y por el remordimiento de su mal proceder, no pudo resistir tanta angustia, y su cerebro sobrecargado, cortó todos los circuitos con la realidad, dejándola en un mundo de silencio y de sombra.

Juan Alejandro quedó aturdido por la noticia de los trágicos sucesos ocurridos a sus progenitores y evadió enfrentarse a la horrible realidad que afectaba su vida y optó por el suicidio.

Después de estos acontecimientos, Micaela le entregó la administración del negocio a Don Abundio y se retiró a vivir junto con Doña Martha y Alejandrito a una villa, en Casa de Campo, en La Romana. Y aunque no vive con su madre biológica, ella le compró su casa y cubre todos sus gastos.

Micaela, aunque está retirada, sigue siendo la meretriz más codiciada de la ciudad.

De mi libro de relatos: Un taxista en Nueva York

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