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El hogar del caminante




Era domingo de una mañana calurosa. Me sentía desasosegado con el bullicio de la ciudad. Mi barrio se había convertido en un mercado de drogas y prostitución. A mi barrio de Los Mina Sur se lo había tragado el vicio y la concupiscencia. Los jóvenes habían desertado de los planteles escolares y se habían acostumbrado a la vida fácil, robando, atracando y mercadeando drogas, para comprarse el mejor tenis de moda y ropa propia de la época. Las jovencitas no llegaban al límite de los quince años para entregar su virginidad y dejarse arrastrar en la vorágine de las drogas y la promiscuidad. Los valores se habían esfumado y teníamos que soportar las constantes peleas callejeras, protagonizadas por pandillas, que reclamaban su territorio, para imponer su cultura de destrucción y muerte.

¡Que diferente era mi barrio!

Añoraba los tiempos cuando mi barrio era una aldea de gentes sencillas y honradas. Ese domingo me sentía hastiado, y decidí tomarme unas vacaciones para escapar de la violencia y la perversión imperante.

Eran las nueve de la mañana. Salí con destino a San José de Ocoa, donde había nacido mi madre, para escaparme de la ciudad y refugiarme en las verdes colinas de ese hermoso lugar. Allí, en sus escarpadas montañas, sentía paz y sosiego y no tenía quien interrumpiera mis horas de lectura y mis meditaciones matinales. Era como una especie de catarsis,  en la que mi espíritu trocaba lo perverso, lo horrible y lo ridículo,  por lo bueno, lo bello y lo sublime.

Antes de tomar la autopista 6 de Noviembre, me detuve en una estación de combustible para llenar de gasolina el tanque de mi vehículo. Me atendió un joven de unos veinte años de edad, con el cual tuve una breve conversación y en la que me manifestó que estaba trabajando en la gasolinera solo los fines de semana para costearse el pasaje para ir a la Universidad Autónoma de Santo Domingo, donde estudiaba medicina. Cuando terminó de atenderme me despidió amablemente y me dijo que tuviera precaución porque la carretera estaba en construcción y se había tornado peligrosa. Nunca olvidaré su tierna sonrisa y su mirada sincera.

Ya me había relajado con el solo hecho de estar en la carretera disfrutando del paisaje sureño. Iba confiado y tranquilo, escuchando las canciones de mis artistas favoritos, grabadas en un disco compacto que contenía alrededor de cincuenta canciones, seleccionadas por mi tío Andrés, quien era un fiel amante de la música romántica.

Iba en el trayecto de Baní al cruce de Ocoa, ensimismado en mis pensamientos, cuando de repente, misteriosamente, me vi en un sendero completamente desconocido para mí. Frené el vehículo abruptamente y me detuve para tratar de reconocer en el sitio donde me encontraba. Estaba desorientado y no sabía dónde estaba. Decidí seguir en esa carretera con el vehículo en marcha lenta para tratar de reconocer algo que me resultara familiar y volver a mi ruta original. Después de haber recorrido una distancia como de un kilómetro, encontré a un señor que iba caminando a un lado del sendero. Era un señor de barbas profusas, con la piel  agrietada y curtida  por la inclemencia del clima. Los surcos que se delineaban en su frente y en las órbitas de sus ojos revelaban un otoño agonizante. Tenía puesto un sombrero raído que lo utilizaba para protegerse del abrasante sol. Su aspecto era noble y sus ojos profundos irradiaban una serenidad indescriptible. Cuando me vio, esbozó una amplia sonrisa y me saludó con su diestra.

 Detuve el carro y me desmonté para saludarlo y solicitarle orientación.

― ¿Es usted de estos contornos?― le pregunté al caminante.

―Sí señor― me respondió con su voz quebrada por la edad.

―He perdido el rumbo…

―Sí, lo sé― me interrumpió afablemente ―pero no se preocupe que pronto estará de nuevo en el camino correcto.

― ¿Dónde estoy?― inquirí intrigado

―Ya le he dicho que no se preocupe. Siga este sendero y más adelante encontrará un parador. Allí le dirán lo que tiene que hacer.

Agradecí al anciano su amabilidad y lo invité a que se montara en el automóvil, pero él se negó diciendo que ya había llegado a su destino.

Empecé la marcha lentamente, absorto en mis pensamientos, procurando una explicación lógica a la insólita situación que estaba atravesando. Miré hacia atrás a través del retrovisor para ver al anciano del camino, pero ya no estaba, había desaparecido repentinamente. Me quedé estupefacto. No podía entender lo que me estaba aconteciendo. Primero, me pierdo en el camino y luego me encuentro con este hombre misterioso que desaparece ante mis propios ojos. Aspiré profundamente para tratar de relajarme y sacudirme del entumecimiento de mis sentidos que parecían traicionarme.

Lo único que me quedaba era proseguir mi marcha hasta llegar al sitio que me había indicado aquél misterioso personaje.

A los pocos minutos encontré una majestuoso edificio, enclavado en un hermoso cerro, adornado de verdes follajes y límpidos manantiales, que parecía una estancia vacacional y en el frontispicio tenía una inscripción con letras grandes que decía: “El Hogar del Caminante.”

Una pareja, compuesta por un hombre y una mujer, me recibieron con esmerada  cortesía. Nunca había sentido tanta calidez y cordialidad en un recibimiento como en esta ocasión. Sentía un afecto fraterno y era como si ese lugar y esas personas me fueran familiares y era como si ya yo lo hubiese vivido o experimentado, era como un déjà vu, como suelen llamar los franceses a esta experiencia.

Mis anfitriones me condujeron hacia adentro del lugar, pero no directamente al edificio sino a través de un corredor cubierto de adoquines, bordeado de flores multicolores que despedían olores de eterna primavera. Aquél hermoso pasaje nos condujo a un huerto de exuberante belleza, en cuya entrada había un letrero con letras doradas que decía: “Bienvenido al Jardín de Dios”. Era indescriptible lo que estaba experimentado, era como un sueño con sabor a eternidad.

Me dejaron solo por un rato y pude contemplar, embelesado, el paisaje arrobador que se presentaba ante mis ojos. Los colores parecían tener vida propia, casi se podían palpar. En las ramas de los árboles las aves ofrecían al unísono un concierto de melodías angelicales y el rumor de la brisa parecía traer gratas noticias de lejanas tierras.

Mis hospedadores volvieron y me condujeron al lugar donde estaba el regente, que así era como llamaban al director de aquel mágico parador.

El regente estaba sentado en un banco de madera, finamente tallado, con su mirada fija en un hermoso estanque donde abrevaban los animales de aquél lugar.

―Bienvenido al hogar del caminante― me dijo.

Cuando el regente me habló fue que pude percatarme que ellos no movían sus labios, sino que me estaban hablando telepáticamente.

― ¿Dónde estoy? ¿Estoy muerto?― pregunté atemorizado.

Ellos sonrieron amablemente.

El regente se puso de pie y echó sus brazos sobre mis hombros y ambos empezamos a caminar por la orilla del estanque.

El regente me dijo:

―No estás muerto. No estás muerto en el sentido que tú piensas. Estás aquí porque te tocaba venir a este lugar para recibir algunas instrucciones…

―Pero ¿dónde estoy?― le interrumpí con ansiosa inquietud― ¿Estoy muerto? ¿Estoy en el cielo?

―En cierto modo estás muerto, pero no estás en el cielo…

―Entonces, ¿dónde estoy?― volví a interrumpirle.

―Estás en otra dimensión, en una esquina del tiempo. Estás en otro plano de existencia, muy parecido al tuyo, pero distinto en gradación. No somos ángeles sino viajeros en el tiempo, cuya misión es ayudar y adiestrar a los que ya están listos para vivir en otro plano de existencia superior al terrestre. Aquí orientamos a los caminantes, cuyo derrotero es llegar ante el Ser Infinito, que vive por sí mismo, anterior a todo, suprema causa del universo, creador de todo cuanto existe. A este Ser Infinito, del cual somos sus servidores, unos le llaman Dios, otros le llaman Alá, Jehová, Yavé, Buda y otros nombres más. No importa cómo le llamen ya que él tiene todos los nombres y todas las formas, lo importante es que eres una de sus criaturas y tú vives en él como él vive en ti, y aunque no te resulte claro, todo marcha de acuerdo a sus planes y propósitos.

Hubo un gran silencio. Mi corazón palpitaba aceleradamente, mi pecho ardía y mis emociones se arremolinaban como torbellino. Sensaciones que jamás había sentido surgían desde lo más recóndito de mí ser. Estaba navegando aguas profundas, nunca antes exploradas. Quería hacer todas las preguntas del mundo, quería saber todo lo relacionado con esta novedad de mi vida.

Reponiéndome de mis emociones, restauramos la conversación y me di cuenta que no necesitaba abrir mi boca  para articular las palabras, que los sonidos viajaban de ser a ser en una completa y fluida comunicación.

—Entonces, — le dije— esto es un campamento de adiestramiento para los que han muerto y van camino de la eternidad…

El regente me interrumpió y dijo:

—En primer lugar, no debes decir que estás muerto. La muerte no existe. Cuando dejas de estar en tu plano de existencia se abre la puerta hacia lo infinito. Lo que dejas en la tierra es la envoltura de tu verdadero ser, porque aunque ahora no puedas entenderlo, tú eres uno con Dios, eres una emanación del Ser Supremo, eres parte del infinito. Te tocó estar aquí porque debes aprender tu realidad, que debes despertar y saber  que perteneces al Espíritu de Vida y que por lo tanto debes mantenerte en armonía con el infinito.

Hizo una pausa para sentarse en un muro de piedras, a la orilla del estanque y luego continuó diciéndome:

—Si lo seres humanos llegaran a comprender esta realidad, se terminarían los odios, los homicidios y las guerras. Pero cada cual debe buscar su luz. Y cuando llegue el momento en que todos tengan sus luces encendidas, será el día más luminoso que jamás haya existido. Para este proceso se requiere de personas que hayan reconocido que son seres espirituales y se dediquen a enseñar a los demás a estar conscientes de la presencia de Dios en sus vidas. No es una tarea fácil. La gente está envuelta en la ilusión de Maya, como dicen los budistas, que solo piensan en las cosas materiales que pueden percibir sus sentidos corporales.

—Regente, lo que no entiendo es que algo que yo veo no es real, que lo que es real es lo que no se ve. Este concepto me resulta  inexplicable.

—Tienes que entender que somos seres espirituales y aunque vemos cosas que  podemos tocar, ver y sentir, son cosas temporales a tus sentidos, lo que trasciende es la realidad última y éste es un concepto que ya ha sido demostrado en tu plano de existencia a través de la física cuántica.

—Eso es realmente asombroso— le dije muy emocionado.

—Sí, hijo mío,  la física cuántica ha encontrado y asombrosamente demostrado, que la realidad de la materia es no materia. Que cuando van a buscar la última partícula, la última pieza, el último ladrillo componente de la materia, lo único que encuentran es vacío. Lo único que encuentran es un mar infinito e indefinible de energía, un campo unificado de energía, un campo de infinitas posibilidades, donde todo está interconectado, independientemente de la distancia, donde rigen unas leyes diferentes a las experimentadas en el mundo de la materia.

Estaba fascinado con aquellas explicaciones. Ahora me sentía tranquilo y sosegado. Una oleada de paz inundó mis adentros. Me sentía navegando en un mar de calma que me conducía a una playa de infinitas posibilidades.

—Lo que le toca al ser humano— decía el regente, mirándome fijamente a los ojos— es abrirse a la realidad del Espíritu de Vida, que todo lo llena y de quien somos parte, abrirse a su divino influjo y dejarse llevar a aguas más profundas donde pueda experimentar la realidad espiritual. El hombre debe despertar su mente dormida y volver a encontrar su propia identidad. Un mundo de hombres despiertos espiritualmente y conscientes de su verdadera identidad puede ser posible, si cada uno forma parte de este despertar.

Empezamos a caminar por el sendero adoquinado y en el trayecto me dijo: “debes recordar todo cuanto te he dicho”.  A mitad del camino que conducía al edificio, se despidió, manifestándome que debía atender a otros viajeros que habían llegado.

Nuevamente aparecieron mis ángeles servidores y me condujeron a la habitación que me habían preparado. Era una habitación sencilla, decorada modestamente, pero se respiraba tranquilidad y sosiego. No había lámpara ni bombilla y sin embargo había una luz que lo llenaba todo, era una luz inteligente, con vida propia. Me sugirieron que descansara y que meditara en las cosas que me había enseñado el regente, para que las pusiera en práctica al despertar.

Se despidieron con la misma calidez y amor con que me recibieron.

Acostado en la cama me sentí etéreo, transparente, liviano. Empecé a flotar a voluntad propia, atravesando las paredes y las habitaciones y recorrí en pocos segundos todos los senderos, pasajes, rutas y recovecos de aquel paradisíaco lugar.

Me sentía feliz en esta forma de vida y me di cuenta de lo aferrado que había estado a mi forma terrenal. En esta dimensión no había cabida para lo vulgar y lo profano. Estaba libre del odio, la amargura, la concupiscencia, la codicia,  la avaricia y un montón de impurezas que se enseñoreaban de mí. Comprendí que el afán de acumular riqueza es vano, que en este estadio de la existencia los bienes materiales no significan nada y que lo único que uno trae consigo es lo que se ha vivido y lo que se ha aprendido.

Volví a la habitación. Cuando me recosté, sentí que mi forma vaporosa se había disipado y mi cuerpo se había vuelto ordinario y pesado. Experimenté una sensación de intensa fatiga y me quedé plácidamente dormido.

Al cabo de unas horas, mis anfitriones se aparecieron en la habitación y me despertaron diciéndome:

—Ya es hora.

Me levanté y me sobrepuse al sueño que me dominaba y pregunté:

— ¿Es hora de qué?

Simplemente me repitieron: “ya es hora”, y vi como se iban desvaneciendo ante mis ojos, diciéndome adiós con sus manos. Me senté en la cama y cerré los ojos por unos instantes y cuando los abrí me encontraba de nuevo en la carretera, en el trayecto de Baní al cruce de Ocoa. Cuando miré el reloj de mi vehículo, me di cuenta de que todo lo que había experimentado había transcurrido en el intervalo de sesenta segundos. 

¡Asombroso! ¡Increíble! ¡Extraordinario!

Continué mi ruta y me preguntaba si era que yo había sido transportado, había muerto o me estaba volviendo loco.


Tomado de mi libro de relatos: "Un taxista en Nueva York"


 



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