Los días pasaban
ágiles y felices. Abraham se sentía afortunado viendo crecer su retoño; el hijo
que había de perpetuar su nombre. El patriarca se regocijaba en su Dios al
contemplar a Isaac, un milagro viviente, un hijo engendrado en el otoño de su
vida.
Isaac era ya un
jovencito, cuyo deleite era retirarse a la soledad para observar plácidamente y
en silencio el mágico arrebol del crepúsculo. Amaba la quietud y el misterio;
amaba la naturaleza. La contemplación del bello espectáculo del atardecer
inducía su espíritu a sumergirse en profundas meditaciones que lo llevaban a
tocar las regiones etéreas. Estos retiros le ayudarían a formar su personalidad
circunspecta y sosegada que exhibiría a lo largo de su existencia.
¡Qué felices se
sentían Abraham y Sara!
Un día
cualquiera, de esos angustiosos, que surgen sin uno proponérselo, Abraham tuvo
un encuentro con Dios. Fue un encuentro memorable que marcaría su existencia y
lo recordaría toda su vida.
—Abraham— lo
llamó el Todopoderoso.
—“Heme aquí, mi
señor y Dios.
—“Toma ahora a
tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo
allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré”.
No hubo más
conversación entre ambos.
Al escuchar el
mandato divino, Abraham sintió que una tonelada de rocas caía estrepitosamente
sobre su ser, dejándolo completamente atropellado, aturdido. Sus extremidades
se entumecieron, y quedó inmóvil, paralizado. Una extraña mueca de dolor
desfiguró su semblante. No podía dar crédito a lo que acaba de escuchar. Su
mente daba vueltas, giraba en círculos concéntricos. Por un momento creyó
perder la razón. La angustia y la desilusión se habían apoderado de su alma. Su
desconsuelo era total.
Cuando se repuso
del colapso mental que acababa de sufrir, se dirigió con pasos lentos hacia el
hogar. No habló con nadie. No sabía que hacer. La hora suprema de probar su fe
había llegado. Una sola interrogante martillaba su mente: ¿Estoy dispuesto a
sacrificar mi amado hijo al Dios Omnipotente? Era la decisión más trascendental
de su vida.
Por más que
razonaba, Abraham no podía entenderlo. El había rechazado las celebraciones
paganas donde se ofrecían víctimas humanas a las deidades. Había objetado, con
razonamientos lógicos, la veneración de ídolos y dioses depravados, crueles y
vengativos que solo se saciaban con sangre y orgías desenfrenadas. El había condenado una y mil veces esos
sacrificios y ahora se enfrentaba con el Dios verdadero, quien le exigía a su
hijo Isaac en sacrificio. ¿Cómo es posible esto? ¿Jehová requiriendo víctimas
humanas?
Un torbellino de
interrogantes devastaba su alma.
Sumergido en un
mar de dudas, salió de la casa hasta el lugar donde estaba el altar que había
erigido. Era una tarde calurosa y los vientos estivales herían sus mejillas.
Buscó donde guarecerse hasta que el sol languideciera en el horizonte. Se
acomodó debajo de un arbusto y se envolvió dentro de sus pensamientos.
La noche lo
sorprendió con un cielo de estrellas que titilaban a la distancia, se veían
tristes y lejanas, como el alma del patriarca en su noche de infortunio. Estaba
profundamente deprimido, abatido por la perplejidad y la incertidumbre. Se
encontraba en la encrucijada del camino y no sabía que rumbo tomar.
Tenía dos
alternativas: Retener su hijo o sacrificarlo a su Dios.
Determinó reponerse,
y decidió evitar que su mente se llenara de prejuicios. Debía mantenerse
relajado y en calma para buscar la solución a ese dilema. Tenía que estar
seguro de sí mismo porque necesitaba tomar
una decisión urgente y desesperada.
Esforzado, el
patriarca tomó rumbo hacia el lugar donde estaba el árbol tamarisco para
ordenar su mente y meditar inquisitivamente acerca de este problema que lo
atormentaba. Estaría en vigilia hasta obtener la respuesta de su corazón.
Quería escuchar la voz de su propia alma. Deseaba intensamente que su espíritu
le mostrase el camino correcto a seguir, la senda de la verdad.
El que busca con
sinceridad, encuentra lo que su corazón anhela. Eso fue exactamente lo que le
ocurrió a Abraham. Allí, en el silencio de esa noche de estío, el patriarca
obtuvo la respuesta que tanto necesitaba, al escuchar atentamente la voz de su
alma, la voz de su espíritu, la voz de su conciencia.
Los rayos del
sol del amanecer tocaban tibiamente su frente, pero él ya tenía la seguridad de
su Dios y la convicción profunda de su fe. Esa noche Abraham se arrojó en los
brazos de su Creador, profundamente convencido de que Dios tenía un propósito
especial para su vida al hacerle este requerimiento. Estaba seguro que Jehová
le había pedido que sacrificara su hijo para luego resucitarlo. Estaba
persuadido de que la resurrección de su hijo consolidaría definitivamente el
pacto concertado entre ambos, y sus repercusiones serían eternas. El patriarca
tenía la certeza que Jehová que llama las cosas que no existen como si ya
fuesen, era también poderoso para devolverle su hijo. Su fe fue robustecida con
estas reflexiones. Cuando parecía que no había esperanza, él creyó con
esperanza.
¡Era una fe
imbatible!
Ya todo estaba
decidido: Su hijo sería sacrificado a su Dios.
Esta decisión lo
inundó de una paz indescriptible. Su angustia había terminado. Sintió ríos de
aguas vivas que recorrían todas las arterias de su humanidad. Era un gozo
inmenso, infinito. El patriarca, regocijado, alababa a Dios por su amor, su bondad
y poder.
Muy temprano, al
rayar el alba, Abraham ordenó que ensillaran y enalbardaran su asno. Luego, él
mismo cortó la leña para el holocausto y se dirigió hacia el lugar que Dios le
había indicado. Le acompañaban su hijo Isaac y dos de sus criados.
Al cabo de tres
días de camino, el hombre de Dios alcanzó a ver el lugar donde se efectuaría el
sacrificio.
Abraham ordenó a
sus siervos quedarse, diciendo:
—“Quédense y
esperen aquí con el asno, que Isaac y yo seguiremos adelante”.
Y mientras
bajaban la carga, les señaló el lugar:
—“Iremos allí,
adoraremos y luego regresaremos”.
Abraham tomó la
leña que iba a servir para el fuego del holocausto y la puso sobre los hombros
de su hijo, mientras que él llevaba en sus manos el cuchillo y el fuego.
Se despidieron
de los criados y se dirigieron hacia la colina.
Cuando ascendían
hacia el cerro, Isaac hizo un breve descanso y observó que llevaban todos los
materiales y utensilios necesarios para hacer el sacrificio, con la excepción
del cordero.
Intrigado, el
joven se dirigió a su progenitor:
—Padre mío…
—¿Qué quieres
hijo mío?
—“Mire mi señor,
tenemos la leña y el fuego, pero no llevamos el cordero para el holocausto”.
¿Dónde está el cordero?
Esta pregunta
ahogó el alma del patriarca. Todas las fibras de su ser se angustiaron. No
tenía una respuesta adecuada. Nuevamente se tambaleaba en una cuerda
delgadísima, suspendida en el abismo de una triste y pasmosa realidad. Una vez
más, se sintió asaltado por un oleaje de sentimientos oscuros que acongojaban su
espíritu. En esos instantes era presa de la pesadumbre, la ansiedad y el
desconsuelo.
El patriarca
estaba completamente atormentado, casi al borde de la desesperación.
Abraham,
tristemente compungido, apartó la mirada del muchacho para que no lo viera llorar.
No quería que su hijo lo viera flaquear, ni que descubriera el tormento que
flagelaba su alma.
El hombre de
Dios respiró profundamente y una vez más consultó con su ser interior para
escuchar la voz de la intuición, la voz de su alma, la voz de Dios, la voz de
su conciencia.
Y una vez más
encontró respuesta para la ingenua interrogante de su hijo. Un rayo de
esperanza iluminó su pensamiento.
—“Hijo mío, Dios
mismo se hará cargo de darnos el cordero para el sacrificio. Jehová proveerá”.
No hubo más
conversación. Un rotundo silencio reinó entre ambos.
La ascensión a
la colina fue ardua. Llegaron fatigados y jadeantes, casi sin respiración.
Cuando arribaron al lugar del holocausto, el patriarca edificó un altar y
preparó la leña para el fuego.
Sin vacilación y
sin mediar palabras, Abraham ató a su hijo y lo colocó el altar que había
preparado. Isaac se dio cuenta de lo que estaba aconteciendo y no abrió su
boca. Estaba dispuesto a enfrentar lo inevitable. Si él habría de ser la
víctima, lo haría con determinación y sin protesta.
Aquél cuadro que
se presentaba era muy dramático. Un padre dispuesto a obedecer a Dios y un hijo
que obedecía ciegamente la firme resolución de su padre. Era una escena imponente, impactante,
espectacular. Era la hora decisiva, el momento culminante de la fe.
Abraham tomó el
cuchillo con su diestra temblorosa y cerró sus ojos para no ver al muchacho. Y
cuando se disponía a asestar el golpe mortal, una voz del cielo le ordenó
detenerse.
—¡Abraham,
Abraham!— gritó el Angel de Jehová.
El patriarca,
perplejo, respondió:
—Aquí estoy, mi
Señor.
—“No le hagas
daño al muchacho, porque ya sé que tienes temor de Dios, pues no te negaste a
darme tu único hijo”.
Una paz inmensa
invadió el alma del patriarca. La fe había triunfado sobre el temor, la duda y
la ansiedad. Dios siempre es fiel y conoce a los que en él confían.
En este suceso
Abraham recibió una vislumbre del futuro sacrificio del Hijo de Dios en
beneficio de la humanidad. El padre de la fe se regocijó sobremanera al recibir
esta revelación. En ese monte pudo conocer el perfecto amor de Dios, y
aprendió, definitivamente, que Jehová no era cruel ni tiránico, como los demás
dioses y que no tenía complacencia alguna con los sacrificios humanos,
comprendió que tales sacrificios son abominables ante la presencia de Dios.
Abraham entendió que la adoración verdadera y eficaz consiste en entregarse sin
reservas en las manos del Creador.
Abraham, emocionado, fue a desatar a su hijo,
al cual abrazó y besó efusivamente y mirándolo tiernamente le dijo:
—Te amo, te amo
profundamente, más de lo que te puedes imaginar.
Isaac aceptó
esta declaración de amor, asintiendo con su cabeza positivamente. Ambos estaban
plenamente felices, satisfechos, regocijados. Este acontecimiento nunca lo
olvidarían y sería recordado de generación en generación.
Al rato, Abraham
vio que un poquito más arriba del cerro, a su espalda, había un carnero,
enredado por los cuernos entre los arbustos. Se dirigió al lugar, liberó el
animal y lo ofreció en sacrificio, en lugar de su hijo. Y llamó a ese lugar
“Jehová-jireh”, que quiere decir “Jehová proveerá”, porque Dios mismo proveyó
el carnero del sacrificio.
El patriarca se
sentía agradecido de su Dios, por esta manifestación de su amor y bondad
infinitos. Por su parte, Jehová se sentía complacido con la fidelidad de su
amigo y quería implantar en su corazón la certeza de que él no faltaría a su
promesa, que a su debido tiempo se cumplirían las bendiciones prometidas, y no
encontrando por alguien mayor por quien jurar, el Angel de Jehová lo llamó por
segunda vez y le dijo:
—“Por mi mismo
he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto, y no me has rehusado a
tu hijo, tu único hijo; de cierto te bendeciré y multiplicaré tu descendencia
como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar; y tu
descendencia poseerá las puertas de sus enemigos”.
Abraham
escuchaba, pletórico de felicidad.
Jehová terminó
diciéndole:
—“En tu simiente
serán benditas todas las naciones de la tierra, por cuanto obedeciste a mi
voz”.
La obediencia
genuina tiene grandes recompensas. Es mejor obedecer que hacer grandes
sacrificios, porque Dios mira las intenciones del corazón.
En esta ocasión,
Abraham notó que Dios se refería a Isaac como su único hijo y comprendió que
los planes de Dios estaban basados en ese único hijo que había nacido por la
voluntad divina.
Abraham
descendió del monte hasta el lugar donde le aguardaban sus criados. Ensillaron
los animales que les servían de transporte y regresaron a Beerseba.
Fue una jornada
triunfal, con la garantía divina.
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