Don Manuel c ompr ó su ataúd de madera de pino y c on mucho esmero y cuidado lo colocó inclinado a la pared en un rincón de la h abitación trasera donde guardaba h erramientas, ajuares y corotos que no cabían en la casa, y cada quince días lo desempolvaba y limpiaba cualquier sucio o mancha que pudiese tener. Decía que en la vida había que estar preparado para todas las eventualidades, incluso la muerte. Cada domingo en la mañana acudía al camposanto para inspeccionar el panteón familiar, el cual mantenía impecable y limpio hasta por sus alrededores. Esa cita dominical duraba un par de horas, y aprovechaba para hablar con el “zacateca” y con los encargados de mantenimiento. Los vecinos se burlaban de la obsesión de don Manuel y su anticipada preparación para su futura honra fúnebre. Hacían chistes y comentarios lúgubres, inspirados en el ataúd de su vecino. Los jovenzuelos le decían burlonamente “el hombre del ataúd”. Pero a pesar de todo, don Manuel era muy querido y
José Núñez Grullón