Don Manuel compró su ataúd de madera de pino y con mucho esmero y cuidado lo colocó inclinado a la pared en un rincón de la habitación trasera donde guardaba herramientas, ajuares y corotos que no cabían en la casa, y cada quince días lo desempolvaba y limpiaba cualquier sucio o mancha que pudiese tener. Decía que en la vida había que estar preparado para todas las eventualidades, incluso la muerte.
Cada domingo en la mañana acudía al camposanto para inspeccionar el panteón familiar, el cual mantenía impecable y limpio hasta por sus alrededores. Esa cita dominical duraba un par de horas, y aprovechaba para hablar con el “zacateca” y con los encargados de mantenimiento.
Los vecinos se burlaban de la obsesión de don Manuel y su anticipada preparación para su futura honra fúnebre. Hacían chistes y comentarios lúgubres, inspirados en el ataúd de su vecino. Los jovenzuelos le decían burlonamente “el hombre del ataúd”. Pero a pesar de todo, don Manuel era muy querido y respetado en su comunidad.
Don Manuel, jubilado ya, fue empleado por varias décadas del único banco que operaba en su pueblo, era un ciudadano correcto, de exquisitos modales, poseedor de una vasta cultura, tenía un magistral dominio del castellano, y a pesar de su obsesión necrofílica tenía un fino sentido del humor.
Todo comenzó muchos años atrás, cuando le sorprendió la muerte de su esposa Bárbara, que murió repentinamente de un infarto cerebral, y no tenía un centavo para cubrir el funeral de su amada. Desde entonces, cada día, don Manuel se prepara para su encuentro con la parca y hasta el dinero necesario para sus pompas fúnebres lo tiene guardado su compadre Bartolo.
Y el tiempo pasaba inexorable. Había transcurrido veinticinco años desde el día en que don Manuel compró su primer ataúd. Había comprado cuatro, ya que lo renovaba cada siete años, porque estaba convencido de que el siete era el número de Dios.
Durante ese cuarto de siglo, “el hombre del ataúd” se mantuvo fiel a su cita dominical del cementerio para ver su panteón familiar y platicar con su amigo el “zacateca” que ya había envejecido.
Cada atardecer, sentado en su vieja mecedora de caoba, en la galería de su casa victoriana, don Manuel recibía el saludo cortés de los transeúntes. Esa estampa cotidiana estaba fija en la mente de los pueblerinos.
Un atardecer gris, sentado en su vieja mecedora de caoba, don Manuel se despidió de su pueblo, exhalando su último aliento.
Siempre sería recordado como el hombre que murió sentado en su mecedora, y que compró su ataúd con veinticinco años de anticipación.
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