En un tranquilo y remoto poblado de la región este, nació un niño prodigio, cuya madre murió al parirlo. El niño le fue dado a su tía Clementina, una mujer pobre y piadosa que dedicó su vida, alma y corazón a cuidarlo y venerarlo como un regalo del cielo.
Al infante de marras, le dieron el nombre de Antolín Campusano, pero siempre se conoció con el apodo familiar de Tolín; y más tarde la gente le bautizó como “el santico Tolín”.
Decían que “el santico Tolín”, desde sus primeros meses de vida, dio manifestaciones de una vida paranormal, y desde la llegada a la casa de su tía Clementina empezaron a ocurrir situaciones portentosas que se le atribuían al niño.
Los mismos pueblerinos creían que el niño era un enviado divino y testificaban de numerosas señales y curaciones milagrosas realizados por la divinidad a través de su enviado.
Al “santico Tolín” lo tenían aislado, nunca salió del hogar; vivía recluido en una habitación modestamente decorada y que sus familiares la habían declarado como santa. Nadie podía entrar sin autorización y había que quitarse el calzado para no contaminar aquel lugar santo.
En la comunidad hubo una concertación de no dar publicidad a lo que allí ocurría para que no se contaminara el poblado con visitantes curiosos. Y como si fuera una señal divina, hubo prosperidad en todas las actividades que se desarrollaban en esa demarcación.
Una tarde, era el 7 de julio, Tolín le dijo a Clementina: “Tía, estoy cansado y quiero dormir”. Ella lo acotejó en su cama, y como a las siete de la noche “el santico” llamó a su tía y mirándola con sus ojitos de miel le dijo: me voy, y expiró suavemente, a la tierna edad de siete años.
Hubo mucho llanto y lamentaciones, la campana de la iglesia tañía triste y pesarosa. El pueblo entero acudió mustio al camposanto, en una dolorosa procesión jamás realizada. Las honras fúnebres fueron realizadas con mucha solemnidad, y el niño fue enterrado con mucha dignidad, como se lleva a la tumba a un santo.
El pueblo guardó tres días de duelo, y aunque los pobladores estaban tristes y acongojados, tuvieron que retornar a sus labores habituales.
El séptimo día del entierro del “santico Tolín”, hubo un extraño suceso en su tumba: luces tenues y azules iluminaban tibiamente su sepultura.
Clementina solicitó al alcalde del pueblo exhumar el cadaver del niño con la presencia de las autoridades y del médico forense. Al destapar el ataúd que contenía el cuerpo de Tolín, quedaron asombrados al ver que en su cuello colgaba un relicario de oro y dentro del medallón había un número siete dorado.
Entonces Clementina recordó las palabras de Tolín: “te dejaré una señal para que continúes mi obra”.
Todos exclamaron al unísono: Dios nos visitó con este niño,
¡alabado sea el Señor!
Desde ese día, Clementina se dedicó a propagar las virtudes y milagros del ”santico Tolín”, cuya vida terrenal fue muy breve.
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