El manifiesto del 16 de enero de 1844
A principios de 1843, el
presidente Boyer, fue destituido por el movimiento de la Reforma bajo la
dirección militar de Charles Herard. Inmediatamente se supo la noticia sobre la
caída de Boyer, los distintos sectores de la parte Este de la isla que estaban
opuestos al régimen de Boyer comenzaron a movilizarse, cada uno conforme a sus
intereses de clases
Para finales de 1843 había en
la parte Este de la isla tres movimientos separatistas: los conservadores, los
anexionistas y los trinitarios.
Los conservadores estaban conformados
por miembros del partido “boyerista” y estaban liderados por José Joaquín
Puello y Tomás Bobadilla.
Los anexionistas que aspiraban a la
separación de través de la anexión a una de las tres potencias de ese entonces:
España, Inglaterra y Francia. Los que deseaban la anexión a Francia se les
conocía como los “afrancesados”.
Los Trinitarios, dirigidos por Juan Pablo
Duarte, se les conocía también como los “liberales”, y su objetivo era la creación
de una nación libre e independiente de toda dominación extranjera.
Los trinitarios fueron
perseguidos y encarcelados por Herard; y Duarte, junto con Pedro Alejandro Pina
y Juan Isidro Pérez, tuvieron que embarcarse a Venezuela para evadir la persecución, quedando al frente del movimiento Francisco
del Rosario Sánchez, Vicente Celestino Duarte y Ramón Matías Mella, éste último
había sido excarcelado recientemente.
El 1 de enero de 1844, los
afrancesados dirigidos por Buenaventura Báez y Manuel María Valencia, se
adelantaron y lanzaron su manifiesto, justificando sus pretensiones de la
separación de Haití para ampararse bajo la protección de Francia.
El 16 de enero de 1844, en
ausencia de Duarte, los trinitarios se apresuraron a emitir la célebre Manifestación de los pueblos de la parte
Este antes Española o Santo Domingo, sobre la causa de su separación de la
República Haitiana.
A continuación transcribimos
dicho documento:
Manifiesto de los habitantes de la parte
del Este de la isla antes española o de Santo Domingo, sobre las causas de su
separación de la República haitiana.
La defensa y el respeto
debidos a la opinión de todos los hombres y a la de las naciones civilizadas
imponen a un país unido a otro y deseoso de retomar y reivindicar sus derechos
rompiendo sus lazos políticos, que declare con franqueza y buena fe los motivos
que lo inducen a dar ese paso, a fin de que no se piense que lo ha impulsado un
espíritu de curiosidad y de ambición.
Creemos haber demostrado con
nuestra heroica constancia que deben soportarse los males de un gobierno
mientras nos parezcan soportables, siendo mejor eso que hacer justicia o
sustraernos a los mismos. Pero cuando una larga serie de injusticias, de
violencias y de vejámenes acaba por probar la intención de reducirlo todo a la
desesperación y a la más absoluta tiranía, es entonces un sagrado derecho para
los pueblos y aun un deber, sacudir el yugo de semejante gobierno y proveer
nuevas garantías que les aseguren su estabilidad y su prosperidad futura.
Por el hecho de que los
hombres no se han reunido en sociedad sino con el objeto de trabajar en su
conservación, que han recibido de la Naturaleza el derecho de proponer los medios y de buscarlos a fin de obtener ese
resultado, por esa misma razón, semejantes principios los autorizan a ponerse
en guardia, a precaverse de todo lo que puede privarlos de tal derecho, cuando
la sociedad se halla amenazada.
Esa es la razón por la cual
los habitantes de la parte del Este de la isla, antes Española o de Santo
Domingo, valiéndose de sus derechos,
impulsados como lo fueron por veintidós años de opresión y oyendo de todas
partes las lamentaciones de la patria, han tomado la firme resolución de
separarse para siempre de la República haitiana y de constituir un Estado libre y soberano.
Hace veintidós años que el
pueblo dominicano, por una fatalidad de la suerte, sufre la más infame
opresión: ya sea que ese estado de degradación haya dependido de su verdadero
interés, ya sea que se haya dejado arrastrar por el torrente de las pasiones individuales,
el hecho es que se le ha impuesto un yugo más pesado y más degradante que el de
la antigua metrópoli, hace veintidós años que el pueblo, privado de todos sus
derechos, se ha visto violentamente despojado de todos los beneficios en los
cuales hubiera debido participar si se lo hubiese considerado parte integrante
de la República. Y poco faltó para que se le quitara hasta el deseo de sustraerse a tan
humillante esclavitud.
Cuando en febrero de 1822, la
parte oriental de la isla, cediendo tan sólo a la fuerza de las circunstancias,
aceptó recibir el ejército del general Boyer que, como amigo, fue más allá de los límites de una y otra parte, los
españoles dominicanos no pudieron creer que, con tan disimulada perfidia,
hubiera podido faltar a las promesas que le sirvieron de pretexto para ocupar
el país y sin las cuales hubiese debido vencer muchas dificultades y hasta
caminar sobre nuestros cadáveres, si la suerte lo hubiese favorecido.
No hubo un solo dominicano que
no le recibiera entonces sin demostraciones de simpatía. Por doquier donde
pasaba, el pueblo salía a su encuentro; creía encontrar en el hombre que
acababa de recibir en el Norte el título de pacificador, la protección que le
había sido prometida de una manera tan hipócrita; pero muy pronto, mirando a
través del velo que escondía sus perniciosas intenciones, se descubrió que se
había entregado el país a su opresor, ¡a un tirano feroz!
Con él entró en Santo Domingo
la maraña de todos los vicios y de todos los desórdenes, la perfidia, la
delación, la división, la calumnia, la violencia, la usurpación y los odios
personales, desconocidos hasta entonces en el alma de ese pueblo bondadoso...
Sus decretos y sus disposiciones
fueron los principios de la discordia y la señal de la destrucción. Por medio
de su sistema maquiavélico y que todo lo desorganizaba, obligó a las familias
más respetables a emigrar, y con ellas desaparecieron de la tierra los
talentos, las riquezas, el comercio y la agricultura. Alejó de su consejo y de
los principales empleos a los hombres que hubieran podido defender los derechos
de sus conciudadanos, proponer un remedio a sus males y hacer conocer las
verdaderas necesidades del país.
Menospreciando todos los
principios del derecho público y de gentes, redujo a muchas familias a la
miseria y a la indigencia, quitándoles sus propiedades para reunirlas al
dominio de la República, darlas a individuos de la parte occidental o
venderlas a vil precio a los mismos. Desoló la campiña y destruyó la
agricultura y el comercio.
Despojó las iglesias de sus
riquezas, maltrató y humilló a los ministros de la religión, los privó de sus
rentas y de sus derechos y, con su negligencia, dejó que cayeran en ruinas los
edificios públicos para que sus lugartenientes se aprovecharan de los destrozos
y pudiesen de tal suerte satisfacer la avaricia que traían consigo desde el
occidente.
Más tarde, con el objeto de
dar a esas injusticias las apariencias de la legalidad, emitió una ley para que
se incorporaran al dominio del Estado los bienes de los ausentes, cuyos
hermanos y parientes se hallan hasta hoy en la más horrible miseria. Tales
medidas no satisfacían su avaricia.
Puso también su mano sacrílega
en las propiedades de los hijos del Este y autorizó con la ley del 8 de julio
de 1824 el latrocinio y el fraude. Prohibió la comunidad de las tierras
comunales que, en virtud de convenciones y para la utilidad y las necesidades
familiares había subsistido desde el descubrimiento de la isla, y eso con el
único fin de que el Estado sacara provecho. Con esa medida, acabó por arruinar
los hatos y empobrecer a muchos padres de familia; pero a él poco lo importaba
arruinarlo y destruirlo todo... Tal era la finalidad de su insaciable avaricia.
Dotado de gran imaginación
para llevar a cabo la obra de nuestra ruina y reducirlo todo a la nada, imaginó
un sistema monetario que redujo insensible y gradualmente a las familias, los
empleados, los comerciantes y la mayoría de los habitantes a la más negra
miseria. Es con tal criterio y la influencia de su política infernal que el
gobierno haitiano propagó sus principios corruptores.
Desencadenó pasiones, suscitó
espíritu partidario, forjó planes destructores, estableció el espionaje e
introdujo la cizaña y la discordia aun en los hogares domésticos... Si un
español se atrevía a hablar contra la opresión y la tiranía, era denunciado
como sospechoso, se lo encerraba en un calabozo y muchos padecían aun el
suplicio para espantar a los demás y hacer morir, conjuntamente con ellos, los
sentimientos heredados de nuestros padres.
Atormentada y perseguida, la
patria no halló otro refugio contra la tiranía que en la intimidad de una
juventud afligida y en algunas almas nobles y puras que supieron concentrar sus
principios sagrados para relegar la propaganda a tiempos más favorables y
devolver la energía a quienes estaban abatidos y estupefactos.
Los veintiún años de la
administración corruptora de Boyer se deslizaron de tal suerte y, durante los mismos, los habitantes de la
parte oriental experimentaron toda clase de privaciones, verdaderamente
innumerables. Trató a esos habitantes con más rigor que a un pueblo conquistado
por la fuerza. Los persiguió y les sacó lo que podía satisfacer su avaricia y
la de los suyos.
En nombre de la libertad, los
redujo al estado de servidumbre. Los obligó a pagar una deuda que no habían
contraído, exactamente como los habitantes de la parte occidental que se
aprovecharon de los bienes extranjeros, mientras nos deben, por lo contrario,
las riquezas que nos han usurpado o destinado al fin que más les convenía.
Tal es el triste cuadro del
estado de esa parte de la isla cuando el 27 de enero del año pasado, Les Cayes
lanzaron en el Sur el grito de reforma. Los pueblos se sintieron en el acto
como devorado por un fuego eléctrico. Adhirieron a los principios de un
Manifiesto del 1 de septiembre de 1842 y la parte oriental se jactó, pero en
vano de que su porvenir sería más dichoso, a tal punto se hallaban de buena fe.
El comandante Riviére fue nombrado jefe de ejecución e intérprete de la voluntad del pueblo
soberano. Dictó leyes según su capricho. Estableció un gobierno sin forma legal
y donde no estaba incluido habitante alguno de esta parte que ya se hubiera
pronunciado a favor de la revolución. Recorrió la isla y, en el departamento de
Santiago, sin motivo legal recordó con pena la triste época de Toussaint Louverture y de Dessalines; llevaba consigo un
monstruoso estado mayor que por doquier introducía la desmoralización.
Vendió los puestos, despojó
las iglesias, destruyó las elecciones hechas por los habitantes para tener
representantes que defendieran sus derechos, y eso para dejar permanentemente
esa parte de la isla en la miseria y en el mismo estado y para conseguir
partidarios que lo elevaran a la presidencia, aunque sin mandato especial de
sus comitentes. Así fue. Amenazó la Asamblea constituyente y a raíz de extrañas comunicaciones hechas por él al
ejército bajo sus órdenes, resultó presidente de la República.
So pretexto de que en esa
parte de la isla se pensaba en una separación del territorio a favor de
Colombia, llenó los calabozos de Puerto Príncipe con los más ardientes
ciudadanos de Santo Domingo, en cuyo corazón reinaba el amor a la patria y que
tan sólo aspiraban a una suerte más dichosa, la igualdad de derechos y el
respeto de las personas y de las propiedades.
Padres de familia se
expatriaron de nuevo para librarse de las persecuciones que se les infligía. Y
cuando creyó que sus designios se habían realizado y que tenía asegurado el
objeto que codiciaba, puso en libertad a los detenidos sin darles ni la menor
satisfacción por los insultos y los perjuicios que habían sufrido.
Nuestra condición no ha
cambiado ni en lo mínimo. Las mismas vejaciones y los mismos impuestos
subsisten y han aumentado aún. El mismo sistema monetario sin garantía alguna
prepara la ruina de los pueblos, y una Constitución mezquina que nunca hará
honor al país, todo eso ha puesto por doquier el sello de la ignominia
privándonos, con una verdadera burla del derecho natural, de la única cosa
española que nos quedaba: el idioma natal y ha puesto de lado nuestra venerable
religión para que desaparezca de nuestros hogares.
Y, en efecto, si esa religión
del Estado, cuando era protegida, fue despreciada y vilipendiada conjuntamente
con sus ministros, ¿qué será ahora que se halla rodeada de sectarios y de
enemigos?
La violación de nuestros
derechos, costumbres y privilegios y muchísimas vejaciones nos han revelado
nuestra esclavitud y nuestra decadencia y los principios jurídicos que rigen la
vida de las naciones deciden la cuestión a favor de nuestra patria como la
decidieron a favor de los Países Bajos contra Felipe II, en 1581.
En virtud de tales principios,
¿quién se atreverá a repudiar la resolución del pueblo de Les Cayes cuando se
sublevó contra Boyer y lo declaró traidor de la patria? ¿Y quién se atreverá a repudiar
nuestra propia resolución de declarar la parte oriental de la isla separada de la República de Haití? No tenemos obligación alguna con respecto a quienes no nos dan
los medios de cumplirla, ningún deber con aquellos que nos privan de nuestros
derechos.
Si se consideraba la parte
oriental incorporada voluntariamente a la República haitiana, debía gozar de los mismos beneficios y de los mismos derechos
de que gozan aquellos con quienes se había aliado, y si en virtud de esa unión
estábamos obligados a defender nuestra integridad, ella, por su parte, debía
procurarnos los medios de hacerlo; pero faltó a eso violando nuestros derechos,
y, por consiguiente, estamos libres de nuestra obligación.
Si se consideraba esa parte
oriental sometida a la República, con más razón debía gozar sin restricciones de
todos los derechos y prerrogativas sobre los cuales había un convenio y que le
fueron prometidos y, si no se realiza la única y necesaria condición de su
sometimiento, queda libre y enteramente desligada, y sus deberes, en lo que a
ella se refiere, le imponen que provea por otros medios a su propia
conservación.
Si consideramos esa Constitución
con respecto a la de Haití de 1816, veremos que, además del caso singular de
una Constitución dada a un país extranjero que no la necesitaba y no había
nombrado a sus diputados para discutirla, hay también una escandalosa
usurpación, pues en aquella época los haitianos no tenían aún la posesión de
esa parte, exactamente como ocurrió con los franceses cuando fueron expulsados
de la parte francesa: como no eran los propietarios, no podían abandonarla a
los haitianos.
Por el tratado de Basilea, esa
parte fue cedida a Francia y devuelta a España en ocasión de la paz de París,
gracias a la cual fue sancionada la posesión que los españoles hicieron
efectiva en 1809 y que continuó hasta 1821, época en que dicha parte se separó
de la metrópoli.
Cuando, en 1816, los hijos de
occidente revisaron su Constitución, esa parte no pertenecía ni a Haití ni a
Francia. En lo alto de las fortalezas flameaba la bandera española, gracias a
un derecho indiscutible, y del hecho que los indígenas llamaban Haití a la isla
de Santo Domingo no debe deducirse que la parte occidental, que fue la primera
en constituirse en Estado soberano con el nombre de República de Haití, tuviera
el derecho de considerar la parte del Este u oriental como parte integral,
cuando la una pertenecía a los franceses y la otra a los españoles.
Lo cierto es, que si la parte
oriental debía pertenecer a Francia o a España y no a Haití, pues si nos
remontamos a los primeros años del descubrimiento del inmortal Colón, nos damos
cuenta de que los orientales tienen más derechos al dominio que los
occidentales. Si, por último, se considera esa parte de la isla conquistada por
la fuerza, es por la fuerza, si no hay otro modo, que se resolverá la cuestión.
Considerando los vejámenes y
las violencias cometidos durante veintidós años contra la parte anteriormente
española, salta a la vista que ha sido reducida a la más extrema miseria y que
se está llevando a cabo su ruina, por lo cual el deber de su propia
conservación y de su bienestar futuro la obliga sin más a asegurar con medios
convenientes su seguridad, pues lo antedicho constituye un derecho (un pueblo
que depende voluntariamente de otro pueblo con el objeto de aprovecharse de su
protección, queda libre de toda obligación cuando dicha protección le viene a
faltar, o cuando eso ocurre por la impotencia del protector).
Considerando que un pueblo
obligado a obedecer a la fuerza y que le obedece hace bien, pero que si resiste
cuando puede hacer mejor; considerando, por último, que dada la diferencia de
las costumbres y la rivalidad existente entre los unos y los otros, nunca habrá
armonía ni perfecta unión, y como además los pueblos de la parte anteriormente
española de la isla de Santo Domingo comprobaron durante los veintidós años de
su agregación a la República de Haití que no pudieron obtener ventaja alguna, sino al contrario, que
se arruinaron, empobrecieron y degradaron y que fueron tratados de la manera
más vil y abyecta, han resuelto separarse para siempre de la República haitiana para proveer a su seguridad y a su conservación,
constituyéndose, según los antiguos límites, en Estado libre y soberano.
Las leyes fundamentales de ese
Estado garantizarán el régimen democrático, asegurarán la libertad de los
ciudadanos aboliendo para siempre la esclavitud y establecerán la igualdad de
los derechos civiles y políticos sin miramientos para con las distinciones de
origen y nacimiento. Las propiedades serán inviolables y sagradas; la religión
católica, apostólica y romana será, como religión del Estado, protegida en todo
su esplendor. Pero nadie será perseguido ni castigado por sus opiniones
religiosas.
La libertad de prensa será
protegida; la responsabilidad de los funcionarios públicos quedará debidamente
establecida; la confiscación de bienes por crímenes y delitos será prohibida;
la instrucción pública será estimulada y protegida a expensas del Estado; los
derechos e impuestos serán reducidos al mínimum; habrá un olvido total de los
votos y de las opiniones políticas emitidos hasta este día, y eso mientras los
individuos se adhieran de buena fe al nuevo sistema. Los grados y empleos
militares serán conservados de acuerdo a las leyes que se establecerán.
La agricultura, el comercio,
las ciencias y las artes serán igualmente fomentados y amparados. Lo mismo
ocurrirá con el estado de las personas nacidas en nuestra tierra o con el de
los extranjeros que en ella querrán vivir, en armonía con las leyes. Por
último, emitiremos lo más pronto posible una moneda con garantía real y verdadera,
sin que el público pierda nada sobre la que tiene con el sello de Haití.
Tal es la finalidad que nos
proponemos en nuestra separación, y estamos resueltos a dar al mundo entero el
espectáculo de un pueblo que se sacrificará por la defensa de sus derechos y de
un país que está dispuesto a reducirse a cenizas y escombros si sus opresores,
que se jactan de ser libres y civilizados, persisten en su propósito de
transmitir a nuestros y a la posteridad una esclavitud vergonzosa, nosotros,
sobreponiéndonos con firmeza y esperanza a los peligros, juramos imponerle una
condición que le parezca aún más dura que la muerte.
En vez de trasmitir a nuestros
y a la posteridad una esclavitud vergonzosa, nosotros, sobreponiéndonos con
firmeza juramos solemnemente ante Dios y ante los hombres, que empuñaremos las
armas para la defensa de nuestra libertad y de nuestros derechos. Confiamos,
sin embargo, en la misericordia divina que nos protegerá e inducirá a nuestros
adversarios a una reconciliación justa y razonable para que se evite el
derramamiento de sangre y las calamidades de una guerra espantosa que no
provocaremos pero que será una guerra de exterminio, si debiera producirse.
¡Dominicanos! (comprendidos
bajo esta denominación a todos los hijos de la parte oriental y a quienes
quisieran seguir nuestra suerte) el interés nacional nos llama a la unión. Con
nuestra firme resolución, mostrémonos los dignos defensores de la libertad;
sacrifiquemos en los altares de la patria todo odio y toda personalidad; que el
sentimiento del interés público sea el móvil que nos dirige en la santa causa
de la libertad y de la separación. Con semejante separación nada hacemos contra
la prosperidad de la República occidental y favorecemos la nuestra.
Nuestra causa es sagrada. No
nos faltará ayuda, pues ya podemos contar con la que nos procura nuestra
tierra, y, si fuera necesario, nos valdríamos del auxilio que los extranjeros
pudieran procurarnos en semejante caso
El territorio de la República
Dominicana, estando dividido en cuatro
provincias, esto es: Santo
Domingo, Santiago o Cibao, Azua, desde el límite hasta Ocoa, y Seibo, su gobierno se compondrá de un cierto número de
miembros de cada una de esas provincias a fin de que participen de tal suerte y
proporcionalmente a su soberanía.
El gobierno provisional se
compondrá de una Junta de once miembros elegidos en el mismo orden. Esa Junta
tendrá en su mano todos los poderes hasta que se redacte la Constitución del Estado. Determinará la manera a su juicio más conveniente para
conservar la libertad adquirida y nombrará, por fin, jefe supremo del ejército,
obligado a proteger nuestras fronteras, a uno de los más distinguidos
patriotas, poniendo bajo sus órdenes a los subalternos que le sean necesarios.
¡Dominicanos! ¡A la unión! Se
presenta el momento más oportuno. De Neyba a Samaná y de Azua a Montecristi las opiniones son unánimes y no hay un solo dominicano que no grite con
entusiasmo: Separación, Dios, Patria y Libertad.
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